La jornada de elección popular, directa, de personas juzgadoras en México, realizada el 1º de junio, representa uno de los episodios más significativos en la historia política reciente del país. Se trata de la implementación de una reforma en la manera en que se designan juezas y jueces, pero, sobre todo, una transformación estructural que podría modificar de raíz la concepción moderna del Estado mexicano. En ese sentido, lo que está en juego no es menor, pues se trata de la posibilidad de mantener vigente, o no, el principio de división de Poderes como pilar del constitucionalismo democrático mexicano.Desde el constitucionalismo liberal del siglo XIX, uno de los logros más importantes ha sido la construcción de un modelo político donde los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial funcionan como contrapesos y revisores entre sí. Esta arquitectura institucional fue la respuesta histórica a los abusos del poder absoluto. En ese modelo, el Poder Judicial ha sido —o ha debido ser— el garante último de la Constitución, el muro de contención frente al avance autoritario de cualquier poder que pretenda avasallar los derechos, desdibujar los procedimientos o manipular la legalidad para imponer una voluntad unipersonal o partidaria.En la dimensión política, sin embargo, la elección de jueces y magistrados por voto popular parece inscribirse en una estrategia más amplia para debilitar al Poder Judicial como poder autónomo y constitucional. A primera vista, la medida podría parecer democrática; después de todo, se convoca al pueblo a decidir quién habrá de impartir justicia. Pero la democracia no se agota en la votación: se expresa también, y fundamentalmente, en el equilibrio, la racionalidad institucional y la efectividad de la garantía de los derechos.De tal forma que, ante el proceso electoral que se ha llevado a cabo, lo deseable es que efectivamente se hayan elegido a los mejores perfiles; y habrá tres factores elementales que permitirán evaluar su trabajo: 1) la calidad de las sentencias y resoluciones que emitan; 2) el abatimiento del rezago que hay en todos los tribunales del país; y 3) la reparación de los miles de injusticias que quedan impunes.La pregunta que surge, y que es válida y pertinente frente a lo anterior, es, sin embargo: ¿podrá haber justicia eficaz cuando quienes serán responsables de impartir justicia deberán su puesto a los grupos de poder local y nacional con mayor capacidad de movilización? ¿Podrán llevarse a cabo juicios imparciales, cuando la independencia judicial se ha puesto en riesgo ante la necesidad de agradar a una base electoral o al partido dominante?La modernidad política instauró al Poder Judicial como un “poder negativo”: un poder que no legisla directamente, ni ejecuta, pero que tiene el deber de frenar excesos, declarar inconstitucionalidades y proteger derechos fundamentales. Y esa función exige distancia, sobriedad y rigor técnico-jurídico.El riesgo ante el cual estamos, en suma, es la posible “captura del Poder Judicial”, no sólo por el partido hegemónico, sino que el mayor riesgo es que en el proceso hayan conseguido inmiscuirse de manera exitosa, grupos de interés económico, o incluso grupos del crimen organizado, con objetivos estratégicos, en ámbitos muy particulares.La elección del 1 de junio puede leerse entonces como el umbral de un nuevo régimen, definido por profundas reformas constitucionales que llevarán a una muy probable mutación profunda en el equilibrio de los poderes. La cuestión a dilucidar en los próximos meses y años es cómo va a garantizarse una adecuada impartición de justicia, pronta, objetiva, imparcial y expedita; pero, al mismo tiempo, cómo garantizar que la Constitución tenga plena vigencia.Hoy, más que nunca, es urgente recordar que, sin justicia independiente, la democracia puede convertirse en un mero simulacro. Y que cuando todos los poderes se subordinan a uno solo, lo que se impone no es el pueblo, sino el dominio de una voluntad que, sin contrapesos, puede hacer de la ley un instrumento de legitimación y dominación autoritaria, lo cual, cuando ha ocurrido, ha terminado siempre en tragedia.