Los recientes hechos de violencia ocurridos simultáneamente en 26 municipios de Michoacán, Jalisco y Guanajuato, representan un punto de inflexión. Nunca antes se había presenciado un despliegue de confrontación armada de tal magnitud, en lo que respecta a la dimensión territorial, con tal despliegue y exhibición, sin cortapisas, su poder operativo, económico, logístico y, en muchos sentidos, político. Este fenómeno no puede entenderse simplemente como un problema de seguridad pública; es, en esencia, una manifestación brutal de la delincuencia organizada que parece haber transmutado hacia una forma superior de criminalidad que desborda las capacidades tradicionales del Estado moderno.Lo que debe comprenderse es que estos eventos son expresiones estructurales de un complejo proceso político y económico que ha permitido -y, en ciertos sentidos, fomentado- la consolidación de poderes fácticos que rivalizan con las instituciones estatales. La violencia simultánea en más de dos decenas de municipios evidencia que los grupos criminales son verdaderas corporaciones criminales, con capacidad de coordinación interestatal, manejo de recursos financieros de proporciones industriales y una estructura logística que supera la de muchas empresas legales, pero peor aún, las de fuerzas del orden locales y estatales.El debate urgente es si las estrategias actuales, así como las proyectadas en el Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030, son suficientes para enfrentar un fenómeno de esta envergadura. El documento rector plantea fortalecer la inteligencia, la prevención social del delito y la coordinación entre fuerzas federales, estatales y municipales. Sin embargo, lo ocurrido en Michoacán, Jalisco y Guanajuato pone en duda que estas directrices sean suficientes ante una criminalidad que ha evolucionado en dimensiones globales, adaptándose con rapidez a las debilidades institucionales, a las economías ilegales transnacionales y, sobre todo, al vacío de legitimidad que el propio Estado ha dejado en amplios territorios del país.La macrocriminalidad en México refleja un proceso de descomposición donde las fronteras entre legalidad e ilegalidad se difuminan peligrosamente. En este escenario, el Estado ya no es ese actor omnipotente que describía la teoría política del siglo XX, capaz de articular las relaciones sociales y monopolizar el uso legítimo de la violencia. Por el contrario, los hechos recientes muestran que el poder estatal se encuentra en constante tensión, enfrentando a organizaciones que han aprendido a gobernar territorios mediante el terror, la economía ilegal y la manipulación y cooptación del apoyo comunitario.Tras casi dos décadas de haber estado inmersos en este clima de violencia estructural, la realidad es que no se vislumbra una salida pronta. Las políticas de las últimas administraciones han resultado insuficientes. Desde una perspectiva crítica, se vuelve urgente mirar más allá de las soluciones inmediatas y preguntarnos por las condiciones materiales, políticas y culturales que han permitido el auge de estos poderes paralelos. Mientras persistan la desigualdad, la exclusión, la corrupción y la impunidad como elementos constitutivos del orden social, cualquier intento de contención será, en el mejor de los casos, un paliativo.México se encuentra ante un problema que interpela directamente al concepto mismo de Estado-Nación. La violencia vista en los últimos días, con nuevas masacres y atrocidades, no es solo un desafío a la seguridad pública: es una señal de alarma sobre la crisis de soberanía interna, sobre la incapacidad de las instituciones para garantizar su función primaria: la seguridad, la justicia y el orden social legítimo. En este contexto, es necesario repensar las categorías con las que se piensa en torno al poder, el control territorial y la legitimidad; más aún en un mundo donde las estructuras del siglo XX ya no ofrecen respuestas eficaces para las dinámicas actuales.México enfrenta no solo una crisis de violencia, sino una crisis que escala rápidamente hacia una crisis del Estado. Y mientras no se reconozca la dimensión estructural de esta macrocriminalidad, seguiremos en un ciclo permanente de confrontaciones, estrategias fallidas y diagnósticos parciales.La salida, si existe, requerirá mucho más que reformas institucionales: demanda una transformación profunda del modelo político, económico y social que hoy permite que el crimen organizado sea, en amplias regiones, la única forma efectiva de ejecución de la fuerza y el mando; y eso es simplemente inadmisible.@mariolfuentes1