Viernes, 19 de Abril 2024

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Flores disgustadas

Por: Antonio Ortuño

Flores disgustadas

Flores disgustadas

Antología es palabra que viene del griego y significa, más o menos, “flores selectas”. El castellano acuñó un término en ese mismo sentido (tomándolo del latín), que ya es poco utilizado, quizá porque nos suena a subtítulo de libro que tendría nuestra bisabuela: florilegio. Una antología, vaya, es siempre, por concepto y etimología, una selección. Y una selección, es decir, la discriminación de unos elementos en favor de otros, es lo más antidemocrático que se nos pueda ocurrir, al menos si entendemos la democracia como la construcción de espacios en los que nadie se quede fuera (no me resulta claro que este sea el eje principal de la democracia clásica, pero al menos sí parece evidente que el enfoque en favor de la inclusión, en cuestiones políticas, económicas y sociales, es mucho más civilizado que el “yo gané y que cada quien se rasque con sus uñas” de Trump).

Pero la literatura no es una actividad homologable a la seguridad social, la educación gratuita o los programas de pensiones. El arte es otra cosa y nunca ha sido fácil hacerlo pasar por ciertos aros. Ser reconocido como artista es una posibilidad que puede o no llegarnos, no un derecho humano inalienable. Y justo eso es lo que sucede con las antologías: que no son infinitas y, por tanto, no pueden seguir parámetros en los que quepan todos (pueden, en todo caso, ser seleccionadas por sujetos que no se dejen guiar por prejuicios o facilismos extraliterarios, pero eso es otra cosa). Total: siempre dejan espacios para la inconformidad. Incluso las compilaciones que procuran ser “incluyentes” en extremo tienen que dejar alguien fuera, al final. Y eso escuece, desde luego, a los que creen que deberían estar dentro. 

Una confesión: recuerdo haberme disgustado por no haber aparecido en un reportaje (y muestrario de textos) en torno a cien (sí: un centenar, que no son pocos) nuevos narradores mexicanos de finales del siglo XX, que, me parece recordar, sacó la desaparecida revista Día Siete por allá del año 2000. ¿Cuáles eran los méritos con que contaba un servidor como para aspirar a que su nombre saliera enlistado allí, aunque fuera en un rincón? No muchos, la verdad. Un par de relatos publicados en revistas locales medio desconocidas (y ya olvidadas). Por entonces tenía veintipocos y era un autor con muchas obras… metidas en carpetitas de color manila. Ningún editor las conocía. Seguía reescribiendo una misma primera novela desde hacía años. Y aun así, caray, me sentí ninguneado. 

Luego, con los años, entendí que no había modo humano de que los editores de aquel listado tuvieran noticia alguna de mi existencia autoral y que, por tanto, resultaba impensable que me hubieran tomado en cuenta. Claro: ellos tampoco tenían idea de las decenas de cuentos encarpetados, la novela en curso, las horas interminables de esfuerzo, correcciones, trabajo mental o de escritorio, lo importante, en fin, que todo aquello podía ser para un novato de veintipocos. Por eso las polémicas en torno a selecciones y antologías son siempre dolorosas.

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