Durante los últimos siete años, México ha enfrentado una de las etapas más prolongadas de estancamiento económico. El crecimiento del PIB ha sido prácticamente nulo, con tasas promedio inferiores al 1% anual, lo que contrasta con el dinamismo que requieren las economías emergentes para modificar sus problemas estructurales. La economía mexicana, atrapada entre la dependencia de sectores tradicionales y la falta de un modelo integral de desarrollo, ha perdido una ventana crucial para enfrentar desafíos de fondo: la desigualdad, la informalidad laboral, la baja productividad y la insuficiencia del Estado para generar condiciones de bienestar universal.El crecimiento económico no es un fin en sí mismo, pero su ausencia reduce drásticamente las posibilidades de transformar las estructuras sociales y productivas. Sin crecimiento sostenido, las oportunidades de crear empleos formales, elevar salarios reales y financiar políticas públicas de largo aliento se vuelven cada vez más escasas. El estancamiento económico coincide con una transformación demográfica que redefine la estructura social del país. México vive la última fase de su bono demográfico: la etapa en la que la población en edad de trabajar es proporcionalmente mayor que la dependiente. Sin embargo, la baja generación de empleos formales, junto con la persistente precariedad laboral, ha impedido que la población joven encuentre oportunidades de desarrollo.De manera paralela, el país avanza hacia un envejecimiento acelerado de su población. En menos de dos décadas, la proporción de personas mayores de 60 años se duplicará, configurando una estructura poblacional en la que la carga económica de los dependientes -niños, adolescentes y adultos mayores- recaerá sobre una base laboral insuficiente y fragmentada. Si el crecimiento económico sigue rezagado, las tensiones intergeneracionales y fiscales serán inevitables.El cambio demográfico se refleja también en los patrones de salud y mortalidad. México enfrenta una doble carga de enfermedad: por un lado, enfermedades crónicas no transmisibles como diabetes, hipertensión, cáncer o males cardiovasculares; por otro, rezagos en enfermedades infecciosas y en la atención de la salud materno-infantil. Un país con escaso crecimiento económico tiene menos margen para financiar programas de salud pública robustos. Al mismo tiempo, el envejecimiento poblacional implica un aumento sostenido en la demanda de servicios médicos especializados y costosos. Esta combinación proyecta un escenario donde la carga de enfermedad reducirá aún más la productividad laboral, incrementando las desigualdades sociales y debilitando la cohesión nacional.Uno de los retos más apremiantes es la presión fiscal que representarán las pensiones. Hoy, los sistemas de retiro en México ya absorben una proporción creciente del gasto público, y el panorama se volverá más complejo en la próxima década. El sistema de cuentas individuales ha mostrado limitaciones para garantizar pensiones dignas, mientras que los esquemas de reparto generan obligaciones fiscales difíciles de sostener.Con una economía que no crece, la base recaudatoria se mantiene limitada. La informalidad laboral, que involucra a más de la mitad de la población económicamente activa, reduce la capacidad del Estado para financiar las obligaciones futuras. El resultado nos coloca en una disyuntiva inevitable: o se realizan reformas fiscales profundas para incrementar los ingresos del Estado, o se enfrentará una crisis de sostenibilidad en los sistemas de pensiones y seguridad social.El problema de fondo no es únicamente económico ni demográfico: es político. México ha desperdiciado un ciclo histórico clave para articular un proyecto de desarrollo que combine crecimiento sostenido, redistribución del ingreso y construcción de un sistema de bienestar universal. Las decisiones de política pública han sido cortoplacistas, centradas en la administración coyuntural, sin un horizonte de largo plazo que considere la transformación demográfica y sus implicaciones.El desafío es, por tanto, de economía política: se requiere una reforma fiscal progresiva, un modelo productivo que incentive la innovación y la productividad, y un rediseño institucional que coloque en el centro la equidad social y la sostenibilidad. Sin estas transformaciones, México enfrentará un futuro en el que el envejecimiento, la dependencia económica y la presión fiscal se combinarán para acentuar la fragilidad de su democracia y de su cohesión social.