Lunes, 29 de Abril 2024

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Esos que viven con gestos angustiados

Por: Martín Casillas de Alba

Esos que viven con gestos angustiados

Esos que viven con gestos angustiados

“Las grandes ciudades están perdidas y disueltas. En la más grande se vive como quien huye de un incendio. No hay en ella consuelo capaz de consolar y el tiempo demasiado corto cierra el paso a esos que viven con gestos angustiados, vidas malas y difíciles en cuartos profundos en donde crecen niños en sótanos con ventanas siempre hundidas en las mismas sombras, sin saber que afuera los llaman las flores a un día lleno de espacio, de júbilo y de viento”, era lo que pensaba Rilke después de haberla pasado muy mal en París en 1901.

Todo en esta vida sucede en medio de las dualidades que están presentes: el amor y el odio, la vida y la muerte, lo bueno y lo malo, el éxito y el fracaso, la empatía y la indiferencia y así sucesivamente hasta completar las situaciones que nos acompañan en este andar como equilibristas por la línea del tiempo.

Cuando iba a dar una plática sobre la conquista del liderazgo a un grupo de ejecutivos en la Colonia del Valle, me bajaba del Metrobús en la estación de Félix Cuevas para caminar un par de cuadras hasta llegar al edificio que da al parque San Lorenzo. En el camino me encontraba a una mujer sentada en el suelo -como en un cuadro de Diego Rivera-, recargada sobre una columna, cargando a una chiquilla mocosa, dormidita, envuelta en su rebozo. La mujer vendía mazapanes y yo le compraba uno antes de seguir mi camino preguntándome… ¿cómo le hará para ir al baño?, ¿qué comerá?, ¿dónde dormirá?, ¿no será que unos desgraciados la explotan, sembrándoles hijos y colocándolas por toda la ciudad? ¿Será el cuento de nunca acabar? 

Gracias a la empatía, hemos aprendido a ponernos en el lugar del otro, sin embargo, me he dado cuenta que hace falta limitar esta capacidad a la hora de considerar a “esos que viven con gestos angustiados” que forman parte de nuestra realidad, esa que muchas veces la consideramos ajena porque nos asfixia. 

Seguí caminando sin saber qué podía hacer para resolver ese problema de pobreza extrema o de explotación de estas mujeres. Me acordé lo que han hecho en Nueva York para recibir a 42 mil inmigrantes en un año gastando 300 millones de dólares para ubicarlos. Ahora resulta que la crisis de los indigentes amenaza colapsar a esa ciudad.

Ojalá que tuvieran un refugio a dónde ir para protegerse de los que las explotan y puedan librar la vida en un lugar donde puedan dormir, comer y contar con los servicios básicos, protegidas de los malvados, con atención médica, baños y regaderas con agua caliente, comida, lavadoras de ropa, toallas sanitarias, una muda de repuesto, una terapeuta y una guardería donde los chiquillos puedan jugar mientras ellas aprenden un oficio y puedan defenderse de esos que abusan de ellas y que las preñan como animales. 

¿Qué podría pasar después de esa supuesta estancia?, ¿a dónde podrán ir?, ¿podrán conseguir un trabajo y dónde dejar a su chiquilla? Me encantaría tener la solución y que se pudieran integrar a la metrópoli o que pudieran regresar a su pueblo sabiendo qué hacer y cómo defenderse de los que las explotan. Sueño guajiro.

Tendría que limitar la empatía para poder sobrevivir, como me di cuenta mientras daba la plática, ofuscado por las imágenes que, como relámpago, recordaba el rostro de angustia de esa mujer sentada en el suelo y su chiquilla dormidita en el rebozo sin saber qué va a comer, ni dónde ir al baño, ni dónde dormir, imágenes que podían interrumpir, como si fueran unos rayos y centellas producto de esa otra realidad.

Podemos llegar a angustiarnos de saber que hay tantos niños “en sótanos con ventanas siempre hundidas en las mismas sombras, sin saber que afuera los llaman las flores a un día lleno de espacio, de júbilo y de viento” y que, de alguna manera, necesitamos aprender a vivir en medio de esa dualidad que nos envuelve.

malba99@yahoo.com

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