Hay quienes confunden la fe en una idea con la fidelidad a la verdad. Así nacen los fanáticos: hijos de un ego que se disfraza de causa noble y termina siendo un filtro que sólo deja pasar lo que confirma su propio sueño. Y negar todo lo que no conviene.El fenómeno es tan humano como peligroso. Gustave Le Bon, pionero en estudiar la psicología de las masas, advertía que el individuo, cuando se mezcla en la multitud ideológica, deja de pensar críticamente y se vuelve esclavo de las emociones colectivas. Lo que en soledad habría juzgado con sensatez, en grupo lo aplaude con fervor. Se ciega.El fanático se vuelve selectivo a la información, como un ojo que sólo enfoca lo que le conviene y desecha lo que incomoda. No busca comprender la realidad, sino proteger su percepción subjetiva. Así, la verdad deja de ser horizonte y se convierte en amenaza. Porque aceptar un dato contrario sería hacer tambalear el templo donde descansa su seguridad emocional. Y el ego -esa voz diminuta que llevamos dentro- no tolera la intemperie.Erich Fromm, en El miedo a la libertad, ya lo había dicho: muchos hombres prefieren someterse a una idea absoluta antes que enfrentar la incertidumbre de pensar por sí mismos. La ideología radical les ofrece un refugio contra la angustia, aunque ese refugio sea una prisión.Por eso su visión es maniquea: ellos son los buenos, los defensores de la luz, y todo opositor es enemigo, sombra y un traidor. Tal reduccionismo es infantil, pero eficaz para sostener la cohesión de un grupo que vive en guerra perpetua contra los que piensan diferente. Creen que luchan por una utopía, pero en realidad están defendiendo el espejismo de su ego.El drama es que su utopía nunca llega. Porque está anclada en creencias no en la verdad compartida, sino en la ilusión subjetiva. Son como náufragos que abrazan un madero podrido convencidos de que llegarán a la orilla. El agua se filtra, el mundo cambia, pero ellos repiten el mismo dogma.El antídoto no es otro dogma, sino el coraje de mirar la realidad sin filtros. Aprender a que la verdad no amenaza, sino libera. A reconocer que el otro no es enemigo, sino espejo. Sólo así dejamos de absolutizar la creencia y empezamos a caminar hacia una convivencia más madura y auténtica.dellamary@gmail.com