En un mundo cada vez más entrelazado con cables invisibles y huellas digitales, la privacidad ha dejado de ser un santuario para volverse un terreno de conquista. Como si fuésemos aves marcadas en vuelo, nuestras rutas, costumbres, palabras y deseos son ya parte de un mapa que no dibujamos nosotros, sino un ojo que todo lo ve y que, sin pedir permiso, escarba en nuestros bolsillos, memorias y pensamientos. La biometría, que nació como promesa de seguridad, ha devenido en una llave que no abre una puerta, sino que encierra el alma en vitrinas de datos.La unión entre rostro, iris, palma y voz con tarjetas de crédito, pasaportes, teléfonos, historiales médicos y redes sociales no es un milagro tecnológico, sino un hechizo de control. ¿Acaso el Estado tiene el derecho a espiar lo que compro, lo que leo, con quién hablo o cómo rezo en el silencio de mi habitación?Pueden, sí. Tienen los medios. Pero eso no les da el derecho. El poder técnico no justifica la moral invasiva.La vigilancia se disfraza de protección. Se nos dice que es para prevenir el mal, evitar fraudes o asegurar el orden. Pero cuando el guardián se vuelve inquisidor, y cuando el escudo se convierte en grillete, ¿a quién protege entonces? Lo que debería ser una herramienta se transforma en un yugo silencioso. Y el pueblo, sin saberlo del todo, se convierte en rebaño numerado, etiquetado y rastreado.Yuval Noah Harari ha advertido que la vigilancia total, combinada con inteligencia artificial, puede derivar en la forma más sofisticada de dictadura jamás imaginada.Hay quien sostiene que “quien controle los datos, controlará el futuro”. ¿Quién les da el permiso para entregar el alma a una nube?Mi reflexión es clara: la privacidad no es un lujo. Es el último bastión de la dignidad. Es el espacio donde el espíritu se reencuentra consigo mismo sin ser juzgado, contado ni monetizado. Es la morada donde florecen los secretos, los errores y las plegarias más humanas. Violentarla, aunque sea con algoritmos y buenas intenciones, es encadenar el misterio que nos hace únicos.La tecnología debe ser una herramienta a nuestro servicio, no una diosa. Y el Estado, aunque vele por nuestra seguridad, debe hacerlo con los ojos vendados al alma ajena. La intimidad no se negocia, se respeta.Que nadie se equivoque: no hay libertad donde hay vigilancia permanente. No hay humanidad sin secretos. Y no hay alma que sobreviva si la mirada ajena se cuela hasta en el rincón más sagrado del yo.Hoy, más que nunca, debemos encender antorchas de conciencia y preguntarnos: ¿vale la pena vivir seguros si eso implica vivir desnudos ante el poder? ¿Queremos ser ciudadanos o simples cifras en el archivo de un algoritmo?No al abuso.No a la intrusión.No a entregar el alma por una promesa de orden.Y sí -sí a la libertad de ser, sin que nos miren.Sí al derecho de tener una vida que sea nuestra y no del sistema.Porque la intimidad no se defiende con leyes, sino con coraje.Y la dignidad no se hereda: se conquista.