La decisión de la administración Trump de exigir una participación accionaria en Intel a cambio de los fondos de la Ley CHIPS es más que un asunto corporativo: es un giro histórico que plantea una pregunta incómoda y necesaria: ¿qué lugar debe ocupar el Estado dentro de las empresas estratégicas? La respuesta importa no solo a Estados Unidos, sino también a México, que hoy enfrenta el desafío de definir su modelo de desarrollo en plena reconfiguración geopolítica.La razón de fondo es la dependencia de Estados Unidos: una vulnerabilidad estratégica. A nivel global, Taiwán produce más del 60% de todos los semiconductores y casi el 90% de los más avanzados.La magnitud del riesgo es enorme: según el Hudson Institute, un eventual corte de suministro costaría a la economía estadounidense hasta un 8% de su PIB. Es decir, la primera potencia mundial depende de una isla a 12 mil kilómetros para sostener su seguridad nacional, sus telecomunicaciones y su liderazgo en inteligencia artificial.Ante esta realidad, Washington reaccionó con una de las intervenciones más ambiciosas de las últimas décadas. Promulgada en agosto de 2022, la CHIPS and Science Act destinó 52.7 mil millones de dólares, de los cuales 39 mil millones son subsidios directos a la manufactura y un crédito fiscal del 25% para equipos de producción avanzada, además de 13 mil millones en investigación y capacitación.El objetivo es recuperar terreno: hoy Estados Unidos representa apenas 8% de la capacidad global de fabricación de chips, frente al 83% que concentran Corea del Sur, Taiwán, China y Japón.En ese marco, el caso Intel resulta paradigmático. La empresa negocia hasta 8.9 mil millones de dólares en subvenciones, que podrían convertirse en participación accionaria del Gobierno estadounidense. De concretarse, el Estado tomaría alrededor del 10% de la compañía. No es un detalle menor: se trata de un Presidente republicano -supuestamente defensor del libre mercado- apostando por capitalizar al Estado dentro de una de las empresas más estratégicas del planeta.Durante décadas, la discusión se planteó como un dilema entre liberalismo extremo (mínima intervención) y estatismo radical (control absoluto). La historia demostró que ambos extremos generan distorsiones: concentración de riqueza y abusos en un caso; ineficiencia y autoritarismo en el otro.Hoy, los países que mejor equilibran competitividad con soberanía lo hacen bajo un modelo híbrido: Noruega con su petrolera Equinor, Francia con su sector eléctrico, la Unión Europea con la industria aeroespacial. En todos los casos, el Estado define objetivos estratégicos y participa como socio, mientras el sector privado aporta innovación y eficiencia.Para México, el debate no es teórico: es urgente. ¿Cómo deben conducirse nuestras empresas públicas de energía, infraestructura y transporte? ¿Cómo podemos relacionarlas con el capital privado para acceder a mejor tecnología, elevar estándares de gestión y ejecutar proyectos de gran escala?El riesgo no es menor: si el Estado se convierte en un elefante burocrático, frena la inversión; si renuncia a su papel, se vuelve un espectador irrelevante. Lo que necesitamos es un Estado empresario inteligente, capaz de atraer capital privado sin perder el timón de los objetivos nacionales.La participación del Estado no debe confundirse con estatismo. Se trata de reconocer que la soberanía tecnológica y la seguridad económica exigen un Estado activo, pero con reglas claras, transparencia y visión estratégica.El caso Intel en Estados Unidos es un recordatorio: incluso la mayor potencia global entiende que la política industrial no es un lujo, sino una necesidad. Para México, en plena ola de relocalización industrial y con la oportunidad histórica del nearshoring, el reto es aún más grande: construir un modelo propio de asociación público-privada estratégica, que combine crecimiento con igualdad social.El momento es ahora. Si Estados Unidos no duda en convertirse en accionista de Intel, México tampoco debe temer en reinventar el papel del Estado empresario.