Jueves, 28 de Marzo 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Zorba el viejo cumplió hace algunas semanas noventa años. Zorba el joven tiene setenta y tres años. Su humilde discípulo meros sesenta y tres. Suman entre los tres doscientos veintiséis años. El jardín tiene apenas noventa y cuatro años, y el jazmín bien que lo sabe. El jazmín es ahora un torzal que hubiera pasmado al mismo Miguel Ángel al ver que a su lado palidecen las columnas salomónicas de la basílica de San Pedro.

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Vamos a ver. La fotografía describe a una muchacha en el éxtasis, a hombros de sus adoradores. Es la diosa de 1967, quizá en Woodstock. Trae de fuera una maravillosa chichi y flores en su pelo suyo de ella. Una imagen de la gloria, del implacable deseo, de la victoria siempre efímera frente al a tiempo crudelísimo. Una imagen absolutamente inolvidable. El himno que entonces cantaban los jóvenes es el gran éxito de unos One hit wonders: The Youngbloods: Get together. Va una traducción, junto con el vertiginoso deseo de haber estado allí, contemplando la artera chichi, adorando a la diosa definitiva de nuestras juventudes, ay, hace tanto tiempo idas..

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Todo está en su mano temblorosa

Sólo una llave abre los dos corazones

Que están a su disposición

Vamos gente ahora

Con la sonrisa en su hermano

Todo el mundo se reúne

Para tratar de quererse unos a otros orita

El amor no es más que una canción que cantamos

Sin temer ahora la forma en que moriremos

Puede suceder que se abra el anillo de montañas

O que los ángeles lloren fuego

A pesar de que el pájaro está en vuelo

Y no puedas saber por qué

Algunos pueden venir y otros no pueden

Seguramente pasará

Cuando El que nos dejó aquí

Vuelva a nosotros desde el pasado

No seremos más que un instante solar

desapareciendo en la hierba

Si oyes la canción que canto

Comprenderás al oírla que

Ustedes tienen la llave para el amor y el miedo

Para José Antonio de la Peña y Rivero. Papelemufer y anexos. Ah y abajo estaba el muy polvoriento y muy maravilloso despacho del maestrísimo, homérico, proteico, del maestrísimo digo Ignacio Díaz Morales, de donde salieron por lo menos dos valiosísimos proyectos para la ciudad: la Cruz de Plazas y la Plaza Tapatía. Al paso: a la designación venerable de los talleres de arquitectura como “despachos” se le atraviesa idiotamente por muchos ignaros la designación de “oficinas” siguiendo el detestable tic chilango por parecerse a Rem Koolhas y su Office for Metropolitan Architecture. La neta que no se parecen, salvo uno o dos despachos, en el arrojo y la combatividad del tan contradictorio arquitecto holandés. Los que les dicen “oficinas” a sus despachos son unos cursis aspiracionales y encima provincianos mal plan. Para oficinas las de los contadores y los banqueros de poca monta…Lo mismo pasa con esa moda noventera, probablemente también derivada de Koolhas, de vestirse tontamente de negro y así sudar y apestar más.

Total, Papelemufer fue un despacho formado por Juan PAlomar, Carlos PEtersen, Enrique LEroy, Rafael MUrillo y Santiago FERnández Font. Más tarde se arrimaron el inolvidable y llorado Orate, Gabriel Núñez Chávez –asesinado en San Juan de Alima-, y Jaime Castiello Chávez. Total (y que se me perdonen, por una vez, las autorreferencias siguientes), éramos siete y nos moríamos de hambre, de humo, de desveladas trepidantes e inacabables, de dibujos magníficos por supuesto a mano, de muchachas, de naipes y de ron barato. Dos pasajeros frecuentes eran Ignacio Orozco y Soto y Francisco Ladrón de Guevara y Lamadrid, muy buenos consejeros estéticos, por cierto. Hacíamos los trabajos de la Escuela de Arquitectura del Iteso, cuando era una verdadera escuela. De ahí en más, casi nos moríamos de hambre porque, como hoy, los posibles patronos no confiaban en los jóvenes. Para ser justos, hicimospara una pareja de gringos, unos departamentos decentes en Santiago, Colima y que se llamaron La Salamandra. La señora parecía un dragón e intentó inútilmente cambiar el nombre del proyecto por uno muy errado. Poco más logramos hacer, que la memoria olvida.

Arriba funcionaba como un avión el Superocho. Otro despacho aguerrido y pintoresco. Producían una neblina de mota por todo el edificio que ponía muy nervioso a Díaz Morales. Eran fiesteros, simpáticos, entrones y combativos. De memoria: Alberto Balp, Chema Esperalba, Juan González Lozano, el Gordito Rafael Hernández Laos, Arturo ---, y no me acuerdo orita quién más. Eran nuestros ídolos, pero nosotros no nos animábamos a fumar (tanta) mota. El criado de guardia del edificio, el mozo de respeto, era Martínez (así le decía DM secamente, a la manera española). Martínez se hacía acompañar por dos adolescentes oligofrénicos y muy gentiles que bebían agua directamente de los baldes (nunca el feo “cubetas”) de trapear. Martínez y sus sobrinos vivían en un cuchitril anexo al penthouse secreto del Viejo. Una buena tarde, seguramente impulsado por el Doktor Freud, se le olvidó a Martínez, muy froidianamente apagar la humilde parrilla donde calentaba una comida indeciblemente asquerosa y entonces incendió todo el edificio, empezando por arriba. Llegaron los bomberos en su rápido camión y se pusieron a hacer lo que hacen: matar la lumbre echando al mismo tiempo a perder o destruyendo todo lo que existe en el lugar. Entre los Superocho y nosotros ayudamos a Martínez –levemente socarrón y divertido- a sacar los libros que pudimos del penthouse ballenesco. Nos quedamos, al paso, azorados por el austero sibaritismo del maestro, derrochado en su escondite, al que por cierto se subía por una escalera secreta que conectaba exclusivamente su despacho con su aéreo refugio. Una vez le pregunté que para qué le servían tales instalaciones de pachá. Acorralado, tuvo que aceptar que tal lugar nomás le servía para sus largas siestas. Mjú. Martínez vestía invariablemente un hábito (seguramente diseñado por su patrón) de alba manta. Gastaba unos fajos de cuero (nunca “cinturones” norteños o chilangos) de pura milagrería con incontables estoperoles. Fabricaba otros sobre pedido.

Años después alguien nos informó que el celebérrimo, legendario, Marco Aldaco, ocupaba chamberos. Ese mismo día nos presentamos Gabriel Núñez Chávez y un servidor a hablar con Marco, en el edificio de Tito Brockman en la esquina suroriente de Lafayette y Libertad. Tenía rentados dos despachos, en uno vivía y en otro trabajaba. Igualito a lo que hacía por esa época José Luis Cuevas en París, custodiado por sus espléndidas hijas. Total, muy buena entrevista, nomás que nos dijo que ocupaba un solo chambero, que ai nos pusiéramos de acuerdo. En la banqueta de Lafayette lo jugamos, como a la túnica inconsútil, a suertes, en un volado. Gabriel le fue al sello y ganó, y con eso selló su suerte, su temprana y cruel muerte. Porque se convirtió en el discípulo más adelantado de Aldaco, y cuando se independizó inició una brillante carrera como arquitecto marítimo (que no “de playa”, denominación que es sumamente naca). Por eso iba a San Juan de Alima, por eso lo quisieron asaltar y lo asesinaron mientras el Orate trataba bravamente de salvar las barreras que los hijos de su p madre habían instalado con toda comodidad sobre la brecha de acceso.

Meses después del volado perdido, estaba su servidor un día temprano trabajando en unos dibujos. De repente tocan a la puerta. Abro. Tuve que dirigir la vista muy alto. Era Andrés Casillas, a quien todo mundo conocía por haberse, muy joven, convertido en la leyenda absoluta de la arquitectura mexicana. Todos lo conocíamos de vista, pero nadie había podido abordarlo salvo su patrono (no “cliente”, que es muy corriente) Patas Aldrete y consocios. Íbamos, (en un Mercedes blanco y viejísimo proveniente de la generosidad de mi abuelo) a ver religiosamente cada una de sus obras, a medirlas y fotografiarlas. Algunos de nosotros nos las fusilábamos sin mayor remordimiento. Total parcial, Andrés Casillas, cuando le abrí la puerta, me preguntó por un tal Juan Palomar. Me presenté y entonces me preguntó si quería trabajar para él, en su despacho de su torre de Puerto Callao (estúpidamente destruida por un nuevo rico propietario años después). Me citó entonces en su despacho al día siguiente, a las siete de la mañana. La torre era una total obra maestra, que incluía un insólito par de escaleras entrelazadas, una para ir de la planta baja de su casa a la planta alta, y la otra para subir, desde la calle, directamente a su despacho. Siguieron siete años de arduo aprendizaje, en uno de los lugares con mayor magia e intimidad que me ha tocado ver. Dibujaba nomás yo, o con Alejandro Fragoso o Bricio Fernández. Total general, allí quedó, también, sellada mi suerte. Luego ha corrido la vida y alguna vez le pregunté a Andrés que quién me había recomendado con él. Sonrió levemente y cambió el tema. Se llevará el pequeño –para mi enorme- secreto a la tumba. Y esta fue la historia, bien feliz, de Papelemufer.

jpalomar@informador.com.mx

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