Martes, 16 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Rachas de viento entrecortadas y alegres hacen respirar con mayor brío al jardín. Por las calles, las jubilosas floraciones amarillas proclaman, entre el tráfago de los días, la fiel duración de las savias. La enredadera del muro largo tomó la decisión de dejar ir todas sus hojas: pero ya apuntarán los renuevos. Las estaciones de por estas tierras suelen ser sutiles, y funcionar con matices sin embargo inconfundibles. Pasa por una banqueta un hombre cargando su casa de cartón y lámina. Busca algún rincón propicio para pernoctar. Con mirada largamente acostumbrada, alerta, prosigue su camino ante la indiferencia de los transeúntes. Los fresnos, en cambio, imparten la compasión de quienes mucho saben de las intemperies.

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No ir a Chapala. Privarse de la levedad y la gracia de las aguas incomparables. Del esplendor dorado de los cerros en tiempos de secas. Acordarse de tantas jornadas prodigiosas a la vera de los colorines en flor, o ver otra vez, bajo la sombra hospitalaria de un bolitario colosal que miraba a los chiquillos poner un giratorio sitio, sobre sus bicicletas, a la alta casa encantada. Recorrer una a una las señales que marcaban al viejo malecón, con una playa que hervía de los colores de sombrillas y sillerías. Conocer como si fuera una cara querida, cada vericueto y cada rincón del pueblo apacible. Saberse exactamente el perfil de las chalupas de los pescadores o de las barcas de paseo con sus nombres candorosos. Las cinco cantinas con sus cataduras ariscas, sus penumbras inquietantes y a pesar de todo fraternas en la borrasca de la desventura o en la tranquila rutina. Rehacer en la memoria la casa de los triángulos y la escalera marcada sobre el enjarre blanquísimo. O pensar en una colorderrosa que ofrecía a la laguna un ramo de cipreses. Y en otra que desde su jardín extendía, como dos brazos, sus muelles ociosos y pétreos; y era como si los brazos empezaran siempre una natación imposible arrastrando al jardín y a la casa con sus arcos de pasmo. Al remate de una calle, desde un improvisado observatorio, las miradas de los muchachos escrutaban el paso de las ninfas. No ir a Chapala es, de cierta manera recorrerla, a veces con más entrañada intensidad, desde los últimos repliegues del ánima. Reclamarla.

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Un grupo de poetas y narradores se junta en la antigua alcaldía para recontarse a Chapala, a su laguna liviana y veleidosa, a su gente bendita por la clemencia de las estaciones. O quizá para evocar a las oleadas de viajeros que de lejos venían y entregaban visiones de estos lugares que suscitan todavía una electricidad distinta en los ojos, un temblor en el corazón de quienes pensaban conocer tan bien el pueblo y la región toda. Cada uno va leyendo en cuatro minutos las líneas que de muchas cosas podrán tratar, pero que el aire de la laguna se apropia y guarda. Tal es el don que Chapala ejerce con toda suavidad, pero con ineluctable constancia: imprimir en cosas y gentes una apacible lucidez, una somnolienta o aguda conciencia de los ya siempre inolvidables pasos dejados bajo la compasión de estos cielos.

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Una canción dicha en un lenguaje ininteligible deja, de cualquier manera, muy clara su embestida contra el desaliento y el tedio. La banda yace ahora en el olvido de las décadas y tal vez ensayará, todavía, en alguna bodega polvorienta cercada por el hastío. Pero no le hace: una vez enarboló esta canción como una bandera que convocaba a la rebelión y la rabia, a la alegría frente al quebranto. Navega la tonada ahora en el insondable éter, emitida por minúsculas estaciones de radio situadas a las afueras de pequeñas ciudades aletargadas. O flota en las inmensidades del cibernético espacio imaginario que cada vez con mayor intensidad rodea al planeta. La canción no lo sabe, y la banda menos, pero en algún lugar del mundo esas notas precisas caerán como un rayo en el alma de quien por casualidad la oye. Y entonces músicas y voces, el retumbar de unos tambores o los acordes desgarrados de una guitarra habrán cumplido su camino. La banda puede ser todas las bandas, pero la canción es exactamente una.

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Waiting for the miracle to come. Un simple verso, cinco palabras y unas cuantas sílabas son suficientes. Las canta, las dice Leonard Cohen, y con el poderío del poeta que la muerte volvió incombustible, abren los nubarrones, rompen la oscuridad, devuelven un misterioso sosiego. Chesterton dijo que lo más milagroso de los milagros es que suceden. Así que la línea va y viene como un mantra, más bien como una plegaria por tanto y por tantos: Esperando al milagro que llegue. No se sabe a qué milagro: por el que ansiosamente se pide, o por algún otro que llegue y quizá se pueda distinguir en la marea de los días, y por el que la gracia encienda al corazón. El prodigio, bien se sabe, llegará.

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Es que me falta el aliento, la luz de tus ojos… Estopa, la indeleble banda de gitanos de Barcelona. Una rumba eléctrica, frenética, que hacía girar desde una mínima ventana, al universo entero. Ciertos pasos huidizos como un círculo en el agua. Un rojizo resplandor que de alguna manera se entreveía a través de los remolinos que la suerte supo desplegar a lo largo de los años.

Porque me falta el aliento,
la fuerza, la pasta, las ganas de verte,
el encanto, la salsa, la luz de mis ojos,
mi as de la manga,
tus ojitos rojos,
me faltan, me faltan...

La banda, en esta versión, va en vivo. En esa estrofa levanta el vuelo y arde; una guitarra descoyuntada y certera dice lo mismo y otra cosa en otro registro, y una muchacha en llamas, al fondo, palmea. Y sus palmas son la nota exacta que le da a la composición toda su alma, su estampa y su imborrable consolamiento.

jpalomar@informador.com.mx

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