Viernes, 13 de Diciembre 2024

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Diagnóstico fallido, un tanto perverso

Por: Augusto Chacón

Diagnóstico fallido, un tanto perverso

Diagnóstico fallido, un tanto perverso

Las cosas pasan y hay dos maneras de que pasen, las cosas buenas y las malas: por voluntad de alguien que las provoca o por una concatenación de circunstancias, acciones e inacciones indirectas que confluyen en un punto, en un tiempo preciso y, entonces, las cosas pasan. Lo patético por estas fechas es que por más seguros que estemos de lo que pasa, los gobernantes se empeñan en corregir nuestras más elementales percepciones: lo que pasa en verdad no pasa, y si acaso reconocen que algo pasa -lo que sea que agravie a la sociedad- la culpa, aseveran, no es de ellos.

Encontrar explicaciones para un hecho venturoso para la sociedad no es difícil, y la mayoría de las veces casi nadie cree que el gobernante tenga mucho que ver en él, aunque se afane por aparecer en la primera línea. En cambio, con lo que afrenta a las comunidades, a la sociedad, no es sencillo dar con una explicación que sea de consenso, y en el caso de la inseguridad pública, la prisa por encontrar una causa se debe a que quien es responsable sabe que justo porque el anterior, los anteriores, no pudieron disminuirla y él resultó elegido; sólo que ante la complejidad que representa la acumulación de fechorías (digamos desaparición y trata de personas, homicidio doloso, enterramientos clandestinos, secuestro) y la abrumadora cantidad que conforman, opta por un reduccionismo que se refleja en el expediente deshumanizador de tornar a los crímenes y a las víctimas en cifras: lo que pasa lo numera, lo grafica y no lo resuelve, y cuando se ve muy presionado lo interpreta.

Las violencias de género, la desaparición de personas y los jóvenes reclutados por el crimen organizado tienen su origen, sugieren algunas autoridades, en las familias que han sido moralmente displicentes con sus hijas, con sus hijos, y luego la sociedad, acrítica con sus células básicas, se enfada con los gobiernos por las condiciones de inseguridad. Desenmascarar este mensaje implica llegar a inferencias acuciantes; una, quien emite semejante juicio supone que todas las familias debían ser como aquélla en la que él, o ella, se formó, se trate del presidente o de algún gobernador; otra deducción: que el gobernante devenido sociólogo tiene en mente un modelo de familia que debiera existir, con lo que solapa el axioma que reza: si la realidad es indomable, quédate en sus alrededores vueltos estadística e inventa conceptos, por ejemplo que nomás hay un formato de familia, el que convenga en ese momento. 

A partir del diagnóstico que consiste en determinar que el hongo que pudre la vida nacional, la estatal, se esparce desde la familia, la política entra en un terreno que le es ajeno, porque cada familia es cada familia y todas están inmersas en un contexto, físico, jurídico, ético, político, económico, sobre el que en efecto influyen y son influidas, pero sobre el que tienen poco control; en cambio, es sobre ese contexto los gobernantes presuntamente tienen un alto grado de dominio, salvo que, y esta es su maldición, es común que esté atravesado y condicionado por la realidad.

Postulemos madres y padres rectos, que se esfuerzan todos los días para proveer a su familia de lo necesario para vivir y, consciente o inconscientemente, dan ejemplos morales, útiles para que los hijos distingan el bien del mal, y asimismo pasan los principios necesarios para que cada integrante de la familia pueda sostener una convivencia armónica, la mayor parte del tiempo, con las otros, con los otros, los ajenos al clan. Postulemos ahora una de las instituciones más imbricadas con la familia: la comunidad escolar, una idílica: las profesoras y los profesores hacen su labor a fondo, no enseñan, propician aprendizajes, no imparten lecciones, dialogan alrededor del conocimiento y ponen la muestra: interactúan con los alumnos mediante una ética de fácil imitación, hay respeto, escuchan y comparten su discernimiento entre el bien y el mal, e instruyen respecto a lo que implica, para cada estudiante y para el grupo, optar por uno u otro.

Familias y escuelas que rayan en la perfección, éstas son las que quizá están en el ideario del presidente y el gobernador al señalar sentenciosamente lo que aquéllas han dejado de hacer para condenación de la sociedad entera. Tan contundente postura implica que la parte que a ellos corresponde, la responsabilidad que protestaron cumplir, la han atendido hasta el límite de sus capacidades. Es decir, a la hora en que los miembros de esas familias y los pupilos de tales escuelas salen al gran mundo (al menos a la calle) podrán poner en práctica las ideas morales y sociales que con denuedo padres y profesores les inculcan, pues la policía no es amenazante, al contrario; los espacios públicos son seguros; sería extremadamente anómalo que se toparan con elementos extraños, con comportamientos al margen de las normas legales, que les quieran imponer códigos que contravengan aquellos que merced a sus tutores tienen interiorizados; saben que la justicia está a su alcance; son capaces de ejercer sus derechos, la libertad es un bien uniformemente apreciado y nadie coartará la suya, ni las autoridades. En fin, la casa y el colegio extensión del espacio ético, jurídico y político que encuentran puertas afuera y viceversa.

No es así. Si lo fuera, no habría gobernante que se atreviera a apuntar a las familias como originarias de algunos de los males que nos aquejan, que nos afrentan, no sería necesario. Los gobiernos no tienen atribuciones para juzgar el desenvolvimiento de las familias, y sí las tienen para disponer los elementos que faciliten el que aquéllas se conformen como les venga en gana dentro del marco legal común, pero no lo han hecho, y si una familia atribulada recurre a ellos, prefieren, abierta o soterradamente, culparla: es más cómodo pontificar, sólo que por eso las cosas malas no dejan de pasar.

PD: ¡Felices fiestas! Regreso el 9 de enero.

agustino20@gmail.com

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