Tal vez por azuzar a la evanescente esperanza, o quizá porque a estas alturas del siglo XXI luce increíble que la vorágine del populismo nos haya arrastrado al autoritarismo centralista, nos resistimos a calificar al régimen como dictadura, así sea nomás la “perfecta” de Vargas Llosa, que prescindía de la pluralidad, de la representación, de la justicia, que acotaba las libertades, restringía los derechos y para la que la igualdad era un pregón -hubo un tiranuelo que con lágrimas en los ojos pidió perdón a los pobres-. Se perfeccionaba porque los dictadores de ocasión eran podados cada seis años.La democracia, a pesar de que no pasamos del mero trance hacia su plenitud, hoy está reducida a las urnas y se diluyó la idea ciudadana: el poder político de un partido controla, sin rubor, sin disimulo, la instancia que hace no tanto era responsable de garantizar la equidad en las contiendas, de la organización de los comicios centrada en la concurrencia de la gente: de presidir las mesas en cada casilla al conteo de los votos. La República convertida en una conferencia de prensa cotidiana en la que se impone una ficción mal contada, con personajes de pacotilla. Y la Constitución, espantapájaros desguanzado que no asusta ni tortolitas, menos a la codiciosa parvada de la clase política que hoy regenta México y cuyo líder pergeñó, a gritos, el nuevo Artículo 0 de la maltrecha Carta Magna: “No me vengan con que la ley es la ley”. Su grupo con sus satélites, aves de rapiña, se alzan con las semillas, las plantas y con la cosecha para su usufructo personal; si el país queda yermo, no es su problema.Los párrafos previos ¿son descripción? O secuela de una pulsión, tipo las que movían a Pedro Páramo, que era, según el arriero Abundio, “un rencor vivo”. ¿Cuántos rencores vivos ha prohijado la cuarta transformación? Y las que faltan. Las diversas crisis que México padece, en mucho propiciadas, al menos apuradas -porque es verdad que algunas eran dañinas antes de 2018- por dos administraciones federales sucesivas, harán que la mayoría salga de su embeleso, la mayoría que recibe prebendas sin notar que es un mero trueque: dinero en efectivo, algunas becas, a cambio de que no haya medicinas, a cambio de mantener en la precariedad las instancias públicas de salud, las carreteras, los puertos, la calidad de la educación, la seguridad. A cambio de que el ex presidente y la Presidenta se den vuelo con los proyectos que soñaron, sean de utilidad nacional o no. Al cabo el país, como durante siete décadas para el PRI, les pertenece.Y lo central, lo que esa mayoría aún percibe, sigamos con Juan Rulfo, en “la más remota lejanía”: las libertades en retroceso (digamos la de tránsito, digamos la de expresión) y los derechos humanos de cada cual vertidos en el perol de los del pueblo, que por lo demás sólo se cuidan en la predicación mañanera. La lógica, la suya, es impecable: si el pueblo es el centro de los afanes presidenciales ¿qué pueden necesitar las personas? No es una salida retórica para beneficiar al argumento: el senador Gerardo Fernández Noroña humilla a un ciudadano con un evidente abuso de poder y con sus secuaces se regodea. ¿Ese ciudadano no es parte del pueblo? No. Quien esté en contra de cualquier liderzuelo de la cuarta transformación no es del pueblo; ser del pueblo es callar y obedecer, lo único que garantiza es invisibilidad, despersonalizarse es la sola salvaguarda contra los abusos de poder.Para que México quede todavía más a su merced (de rodillas si prefieren esta imagen), el domingo 1 de junio la nueva Constitución estrenará uno de los mandatos más siniestros de cuantos la han deformado desde 1917: que los cargos de ministro, de magistrado, de juez sean elegidos por voto popular (en este caso popular es un derivado de la noción “pueblo” que ya fue caracterizada). Con sus señas de identidad, sin rubor, sin disimulo y disfrazado de demócrata, el régimen reformó al Poder Judicial para satisfacer su ansia de poder absoluto. La Presidenta, con embustes, con información torcida, ha tratado de tapar la suciedad que acarreó la remodelación de la Carta Magna a un medio de por sí no tan limpio: candidatas y candidatos a impartidores de justicia, de dudosa calidad profesional, intelectual y moral; algunos evidentemente del lado de criminales, y no podemos dejar de sospechar que otros poderes fácticos promueven a sus propias personas juzgadoras. El Congreso y el Ejecutivo han argumentado que son los menos. ¿Cuántos son necesarios para desquiciar la de por sí desquiciada provisión de justicia? Aquello de “somos más los buenos” no ha tenido efecto ante los pocos, relativamente, que engrosan las filas del crimen organizado. Por lo pronto, en el caso de la Suprema Corte el morenismo tendrá una mayoría que hará infructuosa la búsqueda de justicia que emprendan quienes no estén en el enjuague con aquellas y aquellos que detentan el poder.Las tomas de postura respecto a participar o no en la votación no han faltado. Si no reducimos la tal reforma a la jornada electoral del 1 de junio y la acomodamos en el proceso que ha entronizado a la dictadura perfeccionada, decidir no es tan arduo. La disyuntiva es: ¿Me hago parte del autoritarismo rampante al ejercer mi voto, así crea honestamente que es un acto democrático? ¿O con mi abstención contribuyo a crear una resistencia de la que estamos necesitados? El Gobierno, el federal y algunos en los Estados, se sentirá satisfecho con cualquier cantidad de votantes, lo que pretende es mangonear los tres poderes y los tres órdenes de Gobierno. Nos tocará dar valor a la abstención. Eso de las instituciones, de la legalidad y de la ética pública que nos urge rescatar no lo ganaremos en un solo acto, por ejemplo, con la abstención; sin embargo, desdeñar sus mañas es una forma de resistencia.agustino20@gmail.com