Ha muerto uno de los intelectuales latinoamericanos que más entusiasmo despertaba entre los librepensadores. Digo intelectual porque, amén de escritor, Mario Vargas Llosa ejerció una dilatada y fecunda labor pública de crítica social, cultural y política al servicio de las mejores causas democráticas y liberales (no exenta —¿cómo podría estarlo?— de polémicas y errores, como respaldar a personajes políticamente cuestionables). Su principal enemigo, sin embargo, fueron las dictaduras y tiranos de todos los signos, lo mismo militares que comunistas, de derecha que de izquierda: “durante el ochenio odriísta nació en mí el odio a los dictadores de cualquier género, una de las pocas constantes invariables de mi conducta política”.Novelas como La Fiesta del Chivo o Tiempos recios son, no sólo formidables logros estéticos, sino parte de una actividad pública de difusión de la cultura de la libertad en Iberoamérica. Por ello, me parece, no es fácil ni conveniente separar al narrador del intelectual: ambos se encuentran irremediablemente unidos. Y es que el trabajo literario, para el autor de Conversación en La Catedral, es “una responsabilidad que no se agota en lo artístico y está indispensablemente ligado a una preocupación moral y una acción cívica”.La sociedad democrático-liberal es la que más se asemeja a ese mundo ficticio cuasiperfecto que —escribiendo, leyendo o imaginando historias— inventamos en los libros. Este es el vínculo entre liberalismo y literatura en Vargas Llosa. Para él, la política fue una forma de volver realidad la literatura; y su literatura, una forma de llevar a la práctica su ideal político: “Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos —aunque nunca llegaremos a alcanzarla— a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura”.¿Qué es el liberalismo de Vargas Llosa? ¿Cómo llegó a él? La deriva autoritaria de la Revolución cubana (el caso Padilla, la creación de las UMAP, la represión de los homosexuales) lo hizo abandonar definitivamente el campo de la izquierda radical. Aquí yace una de las razones del odio a Vargas Llosa: la tribu detesta más al que abandona sus filas. O, en palabras del autor de La ciudad y los perros, al referirse a los acérrimos ataques de la izquierda francesa a Jean-François Revel: “Es sabido que el odio más fuerte en la vida política lo despierta el pariente más cercano”.Vargas Llosa quedó huérfano políticamente tras romper, no sin altas dosis de escarnio público y una rara valentía intelectual, con el ideario socialista. Ello significó una liberación. Libre de los espejuelos de la ideología y el dogmatismo de la izquierda revolucionaria, revaloró, primero, la democracia política (“burguesa”, según sus críticos comunistas) gracias a la lectura de escritores como Camus, Orwell y Koestler; y, después, la tradición liberal (la “máscara teórica de la explotación capitalista”) por vía del estudio de pensadores como Ortega, Hayek, Popper, Berlin o Aron.El liberalismo, antes que una teoría política o una doctrina económica, es para el Nobel peruano una cultura, una forma de vida moral y social que busca contener las pulsiones que conducen a la barbarie para abrirle paso a la civilización. No es una ideología, esto es, una religión secular. El liberalismo no posee respuestas definitivas para todos los problemas de la vida humana; defiende el diálogo libre, pluralista y abierto como la mejor forma de establecer consensos; y no sólo tolera sino que estimula las discrepancias y la crítica.El liberalismo de Vargas Llosa fue, más que doctrinal o filosófico, autobiográfico y vital: la consecuencia lógica de su vocación por exponer en narraciones literarias el abuso de los poderosos, las desigualdades socioeconómicas y la persistente tradición de dictadores y caudillos en América Latina. No hay congruencia, repito, en alabar al Vargas Llosa novelista y vituperar al intelectual liberal. En un continente como el nuestro, donde quizá más se ha caricaturizado y malinterpretado a la tradición que empieza con Locke en política y Smith en economía, pero que tiene, entre sus exponentes más elegantes, al argentino Juan Bautista Alberdi, al venezolano Carlos Rangel o al mexicano Daniel Cosío Villegas, ser liberal es una afrenta y una osadía.En una época tan dominada por el “Piensa como yo o muere”, mucha falta nos hace desarrollar un temple liberal, es decir, un sano escepticismo hacia todas las ideologías y verdades irrebatibles, ya sean políticas, intelectuales o religiosas. La tolerancia para el adversario, escribe Vargas Llosa en La llamada de la tribu, “es quizás el más admirable de los rasgos de la doctrina liberal: aceptar que ella podría estar en el error y el adversario tener razón”.Asumamos la tolerancia liberal: discrepemos con las ideas del otro pero respetemos a fondo su dignidad moral; cuestionemos constantemente nuestras ideas y creencias —incluso las más preciadas— y aprendamos a vivir con incertidumbre e ironía. Gracias, don Mario, por la belleza de su lenguaje, por sus críticas penetrantes y por su defensa de la sociedad abierta y la imaginación humana. Extrañaremos su claridad exquisita, su elocuencia prodigiosa, su elegancia espiritual. Gracias, también, por haber visitado en no pocas ocasiones nuestra ciudad y, en especial, a la Universidad de Guadalajara y a su Feria Internacional del Libro. ¡Hasta siempre, maestro!