Viernes, 26 de Abril 2024

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De crítica arquitectónica: paremos urgentemente este ridículo

Por: Juan Palomar

De crítica arquitectónica: paremos urgentemente este ridículo

De crítica arquitectónica: paremos urgentemente este ridículo

“Inventen nuevas perversiones, no soporto más.” Esta fue una célebre pinta del Mayo del 68 francés, vista alguna vez sobre los muros de Nanterre. Es también un reclamo que debería colgar en los corchos de tantos despachos arquitectónicos en activo.
Desde por lo menos el romanticismo ha existido en el imaginario de los arquitectos la noción de que deben encarnar al héroe artístico que logra materializar mediante sus obras a lo sublime. Lo que en demasiadas ocasiones tantos arquitectos han olvidado es el apotegma clásico: de lo sublime a lo ridículo no hay más que un  paso.

Y es así como, a partir sobre todo de los albores del movimiento moderno, legiones de arquitectos se han venido despeñando por el abismo de todo tipo de ridículos. Cabría la pregunta teórica: ¿Qué es el ridículo? ¿Y para quién? La  palabra viene del latín ridiculus: que hace reir. Por metonimia se aplica a lo grotesco, lo raro, lo extravagante. Y ridículo será algo, por supuesto, que así lo juzgue una persona desde la autoridad de un criterio informado, cultivado, ilustrado; desde un satisfactorio sentido del humor; desde un juicio, obviamente, siempre subjetivo. El hecho de que a ciertos criterios algo les parezca ridículo, y a otros no, remite a ese odioso dicho: “En gustos se rompen géneros”, ese perverso facilismo que tiene su contraveneno en otro dicho popular más sabio: “Hay gustos que merecen palos”. Y volvemos a lo mismo: ¿Quién da esos palos? Es la responsabilidad de un crítico lúcido el repartirlos, y por cierto en bien de la comunidad. El problema es que, por lo menos en nuestro medio, casi nadie se anima a tan ingrata, y divertida, tarea. No sería exagerado decir que en México la crítica arquitectónica está casi extinta. No las reseñas más o menos elogiosas o interesadas, no los sesudos rollos de autolucimiento o el torvo escarnio en menos de 140 caractéres: la crítica de la arquitectura. Subjetiva, razonada, apasionada o quirúrgica, forense o viviseccionista, pero crítica arquitectónica: opiniones que, desde el sentido común, atinen al menos a gritar o susurrar que el rey va en cueros. O que su vestidura, por el contrario, es majestuosa.

Aterricemos en Guadalajara, en México, en Monterrey. Los arquitectos, por generaciones, han plagado -con honrosas excepciones- las calles de ridículos. Una furibunda pulsión por ser “modernos” ha propiciado un largo desfile de ocurrencias, copias baratas, malhechuras y timos, todo a costa de una clientela ignorante y pretensiosa. Recórrase la Calzada Madero o la Gómez Morín, Insurgentes o Periférico, Acueducto o López Mateos. Y tantos otros corredores y lugares. Además de hacer el ridículo, las estramancias del caso propician muy a menudo que quienes se ven obligados a vivir adentro de ellas la pasen muy mal; además en muchos casos esas “creaciones” vinieron a destruir y suplir con tremenda desventaja a fincas con verdadera valía. Un ejemplo que se cae de la punta de los dedos: el edificio ochentero de vidrio (de ignorada autoría) que sustituyó criminalmente a la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara, obra muy decorosa de Alfredo Navarro Branca datada en los años treinta del pasado siglo, en la esquina de Tolsa y Vallarta.

Zaha Hadid, por ejemplo, llenó de desfiguros a varias ciudades. La urgencia de novedad y estridencia siempre ha sido una mala consejera, y un azote de los ojos civilizados. O Thom Mayne: un fusil inane de una de sus creaciones (que se ilustra) ya vino a dar, muy diluída por fortuna, a López Mateos Sur. Claro debería de quedar: la gran arquitectura es para los que de veras se animan a correr en el filo de la navaja. Tristemente proliferan siempre los replicantes, quienes como su nombre indica, replican. Y lo hacen tantas veces disfrazados de vanguardistas: ellos son los verdaderos conservadores, los ridículos, los que reproducen servidumbres intelectuales y estéticas (y por lo tanto éticas) que resultan, al final, en la muy dañina -para toda la comunidad- perversión de la noble disciplina de la arquitectura.

jpalomar@informador.com.mx

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