Hay dos acontecimientos que nos llaman a reflexionar sobre las interacciones del entorno político tanto local como internacional, y encuentran sus orígenes en la extrema polarización social que se manifiesta en el discurso. Hace unos días, un menor de edad disparó en contra de Miguel Uribe, el senador y aspirante a una candidatura por la presidencia de Colombia, en un evento público de la ciudad de Bogotá.Como era de esperarse, hubo una respuesta enérgica de las autoridades y consternación internacional, pero lo que preocupa, es que este ataque detonó una ola de violencia que se asimila a las explosiones planeadas por cárteles de la droga a finales de los 80 en el mismo país. Con este y otros precedentes, se puede rastrear una serie de eventos que marcaron la vida pública de Colombia cuando grupos que defendían sus propios intereses buscaban sembrar miedo y desestabilizar a la sociedad, siempre con un elemento de incidencia política. En el mismo continente, pero más cerca del norte, el presidente Trump y su gabinete lanzaron una ofensiva contra manifestantes de Los Ángeles como si se tratara de una ciudad sitiada por una invasión militar.Cientos de ciudadanos estadounidenses enojados, comenzaron a obstruir las camionetas blindadas del FBI que transportaban inmigrantes de varias nacionalidades detenidos en sus trabajos, hogares y lugares que cualquiera transita en su vida diaria, hasta que las autoridades comenzaron a usar la fuerza pública y recurrieron al estado de sitio.En este caso, atestiguamos una serie de decisiones ejecutivas que escalaban más y más la tensión dentro de su propio sistema federal: un conflicto entre el presidente y el gobernador de California que evoca la Ley de Insurrección por políticas xenófobas.Ambos episodios revelan un patrón inquietante: la normalización de la violencia como respuesta a la diferencia política. En Colombia, el ataque contra Uribe refleja la persistencia de una cultura donde el disenso se resuelve mediante la eliminación física del oponente, mientras que en Los Ángeles presenciamos cómo las políticas públicas se implementan a través de la fuerza estatal desproporcionada contra la resistencia ciudadana.En ambos casos observamos la erosión del espacio público como lugar de debate democrático. Ya sea por la intimidación directa de líderes políticos o por la militarización de las calles ante la protesta social, la violencia se convierte así en el lenguaje común de actores que, desde posiciones opuestas del espectro político, recurren a ella para imponer su agenda.Estas manifestaciones de violencia política no surgen en el vacío, sino que son síntomas de democracias bajo tensión. La polarización ideológica, alimentada por discursos que deshumanizan al oponente político, crea las condiciones para que la violencia sea vista como una opción válida (violencia del bueno). En Colombia, décadas de conflicto han debilitado las instituciones hasta el punto donde grupos armados o individuos radicalizados pueden actuar con relativa impunidad.En Estados Unidos, la retórica de “invasión” migratoria y “enemigos internos” justifica el uso de fuerza estatal contra ciudadanos que ejercen su derecho constitucional a la protesta.La violencia política, ya sea perpetrada por individuos radicalizados o ejercida desde el poder estatal, representa una amenaza existencial para la democracia. Los casos de Colombia y Estados Unidos nos recuerdan que ninguna sociedad está inmune a la regresión autoritaria cuando las instituciones democráticas se debilitan y el diálogo político se reemplaza por la confrontación física.La lección es clara, defender la democracia requiere más que elecciones periódicas, exige el compromiso activo de mantener espacios de discusión civilizada, instituciones fuertes e independientes, y la firme convicción de que las diferencias políticas se resuelven en las urnas y el debate.