Jueves, 13 de Junio 2024

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Cualquier parecido es mera coincidencia

Por: Augusto Chacón

Cualquier parecido es mera coincidencia

Cualquier parecido es mera coincidencia

Érase una vez, en una república que Dios confunda, un mandatario (como rezaría el aviso de ocasión: género indistinto) que temprano cada mañana pedía café y una concha junto a los periódicos que leía para imponerse de los trances cotidianos de la sociedad. A pesar de sus ingentes responsabilidades, consideraba imprescindible, para iniciar su jornada, zambullirse en lo que para los diarios era menester destacar, y era un político tan hábil -no en balde ganó la elección como la ganó-, que un recorrido no detallado le bastaba para entender lo que sucedía a su alrededor, a partir del orden, tamaño y disposición de las notas, de las opiniones y las imágenes. Nadie de sus cercanos consideraba que ese ejercicio fuera estéril, no eran pocas las ocasiones en que los debates en el equipo gobernante eran animados por lo aparecido en la prensa, no porque ésta tuviera el monopolio de la razón, sino porque desde ella era legítimo aproximarse al sentir del pueblo. Por supuesto, conocido era por él que debía ponderar lo narrado en esas páginas con las inclinaciones del medio, las de las opinadoras y opinadores y las de los periodistas, sin que esto volviera despreciable el contenido, por una obviedad: siempre hay intereses que inciden en el recuento de los acontecimientos, y lógicamente en la política, los de quien gobierna, los de los medios de comunicación y los de las y los ciudadanos, a los que en aquel tiempo el periodismo buscaba estimular.

A la misma hora muchos ciudadanos hacían lo mismo: tomar un café, o el camión, y enterarse, con los mismos medios, de lo que amanecía en las discusiones públicas; no para sumarse así nomás a la postura del informativo del que se valieran (aunque algunos lo hacían), para dialogar con él y contrastar lo escrito con sus experiencias, con sus convicciones y animar los debates en su comunidad.

Si miramos despacio lo que sucedía con ese acercamiento a las noticias en aquella exótica nación, quedo uno tentado a calificarlo de democrático: quien regía y quienes eran regidos compartían los medios para enterarse y formar sus dictámenes sobre el entorno, y ambos podían sorprenderse por los titulares, aunque fuera por distintas razones, lo que también resultaba democrático: ni el poderoso ni las personas del común sabían de antemano lo que cada diario colocaría de manera más llamativa.

Pero la tradición comenzó a mudar. El gobernante se fue corriendo a un margen que podemos llamar autoimportancia: su tiempo, discurrió, era más importante que el de los demás, y en silencio o con sus más próximos opinaba que su modo de aprehender la realidad y, por tanto, su postura ante el estado de cosas eran los importantes, es decir, los únicos válidos. De este modo fue que, por no dejar, sus asesores optaron por poner junto al café y los croissants (las conchas también pasaron de moda) resúmenes de noticias hechos por ellos, con las notas jerarquizadas asimismo por ellos (lo que incluía quitar las que consideran podrían agredir la digestión de su jefe) y el gobernante y sus consejeros fueron a más: coaccionaron a los medios que se dejaron para que publicaran lo que les parecía adecuado, por lo que un día antes conocían lo que publicarían, palabra por palabra. Con lo que el lazo invisible que los medios tendían hacia todos los compartimentos de la sociedad se trozó. Lo que las mujeres y los hombres del común leían ya no coincidía con las realidades dulcificadas que la autoridad prefería. En el sitio de los medios, el de los honestos y el de los que se mimetizaban según el humor del gobernante, quedó un espacio de desencuentros y estridencia: uno miraba unas cosas y en su margen sólo experimentaba hechos personalizados; en tanto que las otras y los otros entendían, desde su acceso a las noticias de la prensa libre, sobre sucesos que divergían de la percepción “oficial” pero compaginaban con sus vivencias rutinarias. O sea: cada cual su democracia, o dicho con romanticismo: cada cual su vida, incluida la de ciertos medios.

Dar el paso siguiente fue inevitable: el gobernante olvidó su papel y se volvió omnipresente: pretendió contener la realidad entera y fue el medio de comunicación, la noticia y su interpretación (era notoria su capacidad para que aún la nota roja se tornara en algo bueno para él, en su realidad marginal él determinaba lo moralmente aceptable), lo que desembocó en que lo que proviniera de otros medios, o de opiniones nutridas con otros medios, no le importara: se reservaba el derecho de admisión a su verdad. Además, los ciudadanos terminaron por alejarse de los medios y la tecnología les desplegó un abanico amplio de modalidades para acercarse a lo que pasaba a su alrededor, no necesariamente canales de información estructurados, por lo que cada una, cada uno asumió, inconscientemente, un rol nuevo: fueron editores, editoras de lo que recibían, según el entender de cada uno y atenidos a un criterio: lo que les merecería credibilidad y ganaría el calificativo de auténtico debía coincidir con sus juicios previos y con sus saberes, los que fueran.

El desenlace consistió en que ciertas nociones de la vida en común se degradaron: república, democracia, división de poderes, igualdad, libertad, solidaridad, justicia, y de la mano de esa minusvaloración se diluyeron las instituciones que debían hacerlas objetivas. Ni las primeras ni las segundas tenían ya sentido: quedaron subsumidas en el poder del gobernante (y en su talante y en su capacidad, la que fuera), porque además la gente se habitúo a mirar para otro lado, por un mecanismo simple de supervivencia individual, lo más colectivo que se practicaba era un conjuro infantil: un, dos, tres por mí y por todos mis amigos, que se tornó el único mantra político eficaz, para lucro exclusivo del grupo gobernante, el que fuera.

Que 2024 sea propicio para que el cuento sea eso, puro cuento.

agustino20@gmail.com

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