Martes, 12 de Agosto 2025

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Corrupción y élites políticas

Por: Mario Luis Fuentes

Corrupción y élites políticas

Corrupción y élites políticas

La corrupción en México no es, en buena medida, el engranaje invisible que ha articulado durante décadas las relaciones inconfesables entre el poder político y el poder económico, en un pacto tácito que opera más allá de las leyes, los discursos y las promesas de campaña. No estamos, pues, únicamente ante un problema del entramado público que pueda combatirse exclusivamente con decretos morales o exhortos públicos, sino ante una estructura de intereses reales que, mientras no se modifique, continuará reproduciendo sus propias formas de dominación y de operación en la política cotidiana.

En el régimen presidencialista mexicano, cada jefe del Ejecutivo ha tendido a erigir su propia aristocracia. Una élite de beneficiarios compuesta por empresarios, contratistas, intermediarios financieros, operadores políticos y viejos aliados que han sostenido, financiado o facilitado su ascenso al poder. Se trata de un círculo de reciprocidades donde el pago no se hace con “monedas visibles”, sino con licitaciones arregladas, contratos privilegiados, concesiones ventajosas o impunidad asegurada. Este fenómeno no se restringe a un sexenio o partido: es un patrón histórico que, bajo distintas ideologías y estilos de gobierno, ha mostrado la misma lógica de premiar lealtades políticas con privilegios económicos.

Bertrand Russell habría advertido que la corrupción es también un problema de concentración de poder; cuando el poder económico se pone al servicio del poder político, o viceversa, sin controles efectivos, se abre el camino a una forma de aristocracia moderna, no de sangre ni de títulos nobiliarios, sino de contratos y cuentas bancarias. Isaiah Berlin, por su parte, nos recordaría que la libertad positiva -la de decidir colectivamente el rumbo de un país o nación- se vacía de contenido cuando una minoría captura el aparato estatal y convierte la política en instrumento de enriquecimiento privado.

En este contexto, resulta indispensable examinar con seriedad la experiencia mexicana reciente. El expresidente Andrés Manuel López Obrador colocó la lucha contra la corrupción como uno de los ejes de su gobierno. La narrativa era potente: combatir al “cáncer” que minaba la vida pública y devolver al pueblo lo que le pertenecía. Sin embargo, los resultados distan de las expectativas. En términos de control interno, los mecanismos de supervisión y auditoría no alcanzaron la autonomía ni la fuerza política y jurídica necesarias para frenar la corrupción sistémica. Peor aún, en el plano ideológico, no se logró cimentar una cultura política generalizada en la que el rechazo abierto y explícito a prácticas corruptas fuera norma de conducta.

Un Estado que concentra tanto poder en la figura presidencial, pero que carece de contrapesos institucionales sólidos, está condenado a depender del talante moral del mandatario en turno. Esto es una apuesta frágil y peligrosa: cuando el liderazgo personal sustituye al control institucional, la corrupción encuentra resquicios para adaptarse, mutar, sobrevivir e incluso expandirse.
La lección es clara: no basta con proclamar una “república honesta” si no se construye un sistema que la garantice. El combate a la corrupción requiere, simultáneamente, un cambio cultural y un andamiaje normativo e institucional que actúe sin sumisión al poder político.

La honestidad política no es una virtud que florezca por sí sola en desiertos de instituciones débiles. Es una “planta delicada” que necesita el terreno fértil de las normas estrictas y claras, la vigilancia activa y la participación ciudadana. Pretender que el cambio se dará únicamente por inspiración moral es, como advertiría Spinoza, confundir el deseo con la realidad.

En última instancia, la tarea urgente no es solamente generar una cultura de la honestidad sino diseñar y aplicar los controles institucionales que garanticen el adecuado uso de los recursos públicos. Solo cuando el poder esté obligado a actuar bajo la transparencia, y cuando la rendición de cuentas deje de ser un ritual formal para convertirse en una práctica efectiva, podrá afirmarse que la corrupción dejó de ser el lenguaje oculto de la política mexicana. Hasta entonces, la aristocracia del poder seguirá reconfigurándose, sexenio tras sexenio, bajo nuevos nombres, pero con la misma voracidad.

@mariolfuentes1
Investigador del PUED-UNAM

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