Para evitar las distorsiones e ineficiencias derivadas de contratos celebrados entre los sectores público y privado, las licitaciones deben diseñarse como concursos públicos verdaderamente accesibles. Deberían implementarse plataformas digitales con plazos adecuados, criterios de evaluación claros y mecanismos de supervisión independientes. Las bases de licitación deben contemplar requisitos técnicos y ambientales estrictos, incentivar la participación de proveedores diversos y garantizar un registro de decisiones abiertas al escrutinio.En la práctica, las circunstancias y las prioridades ejecutivas han tensionado este marco normativo. Durante la pandemia de 2020, el Gobierno recurrió a adjudicaciones directas para adquisiciones urgentes en salud y en 2021 el Decreto de Proyectos Prioritarios habilitó arranques de obra inmediatos bajo autorizaciones casi discrecionales.Aunque muchas de estas medidas respondieron a necesidades de emergencia, pusieron en evidencia las limitaciones para convocar licitaciones expeditas en crisis y el riesgo de debilitar controles técnicos o ambientales por las prisas.De acuerdo con la Ley de Obras Públicas, así como con la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público, se establece la licitación pública como el procedimiento ordinario, pero reserva las invitaciones restringidas y las adjudicaciones directas para casos justificados que representen un 30% del presupuesto de las dependencias. Sin embargo, los datos reflejan un desfase entre norma y realidad: Entre 2018 y 2020, el porcentaje del gasto federal adjudicado directamente pasó de 35% a 43%, alcanzando un monto histórico de 205 mil 195 millones de pesos en obras directas en 2020. En el número de contratos, más del 70% se asigna por adjudicación directa desde 2013, superando el 80% en los años que siguieron. Para la industria de la construcción, esa cultura de adjudicación directa se traduce en menos oportunidades para el empresariado de México. La Sedena, al convertirse en desarrollador de obra pública, absorbió cerca del 20% del presupuesto de infraestructura del sexenio 2018-2024, desplazó a contratistas tradicionales y concentró el empleo en proyectos castrenses. Firmas que podrían haber competido con base en experiencia y precio quedan fuera del mercado y se excluyen de las cadenas de valor. La asignación directa de megaproyectos reduce la transparencia de cada etapa, además de despejar el camino para que solo un puñado de compañías capte la mayor parte de la inversión. Imaginemos un Gobierno que digitaliza todo el ciclo de contratación, vincula subcontrataciones obligatorias al desarrollo regional y publica en tiempo real cada fallo de los procesos de selección. Imaginemos por un segundo que el Tren Maya no hubiera asignado el 82% de sus contratos de manera directa. Esto habría impulsado el crecimiento temporal de un gran número de constructores y proveedores en la región sureste y habría evitado escándalos mediáticos, ya sea por aumentar la rigurosidad técnica en el cuidado al medio ambiente o por permitir el escrutinio mediante la transparencia. Ese modelo convertiría los contratos en detonadores de empleo y reduciría el clientelismo que resulta en ineficiencia.Pero no es así. Este falso escenario contrasta con la dinámica administrativa que rodea los contratos federales para obras públicas. Está realidad es resultado de la tradición de muchos Gobiernos y no corresponde a un proyecto político, pero si persiste la demagogia y el discurso protege la opacidad, los límites presupuestales del 30% para adjudicaciones serán letra muerta. Sin verificación ciudadana ni plataforma que vigile las compras el gasto público en infraestructura sigue siendo un botín que trastoca la ilegalidad más que un impulso al crecimiento económico del contribuyente. Con 2.6 billones de pesos asignados en compras públicas entre 2018 y 2024, cualquier incompetencia o desvío de recursos representa un costo de oportunidad enorme que se pierde para los sectores profesionales y preparados que normalmente operan bajo regímenes internacionales técnicos y de calidad. Es por eso que la apertura del próximo periodo ordinario de sesiones en el Congreso en septiembre, donde se presentará un paquete de reformas destinado a acelerar la digitalización y la transparencia en trámites, surge una ventana de oportunidad para incorporar prácticas de licitación justas para un sector que queda excluido de proyectos gubernamentales. Se anticipan una serie de proyectos ferroviarios, marítimos e hídricos que podrían integrarse a una nueva lógica de fiscalización que cuide al sector formal de la industria en lugar de recurrir a empresas fantasma. En el mejor de los escenarios, un gabinete con voluntad política reuniría a la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción, gobiernos locales y académicos para diseñar una “hoja de ruta” de infraestructura inclusiva dónde se auditen los proyectos en origen, se obligue la participación de consorcios mixtos de grandes firmas con PyMES, además de hacer uso de la tecnología para garantizar la transparencia presupuestaria. Así, la obra pública dejará de ser reflejo de prioridades unilaterales que son un lastre para el desarrollo regional y funcionaría como un punto de encuentro entre lo público y lo privado que promueva proyectos buenos, bonitos y baratos.De lo contrario, el costo de la ineficiencia estará a la par de los desvíos de recursos.