Comienzo por mencionar lo obvio: la gentrificación es un problema muy complejo, que responde a contextos geográficos y temporales, que requiere atención inmediata por parte del Gobierno, a través de políticas innovadoras que reduzcan el déficit de vivienda social en zonas urbanas céntricas, con acceso a servicios de salud, educación y transporte, así como a oportunidades de empleo.En las últimas semanas hemos sido testigos de marchas de protesta por la gentrificación en la Ciudad de México, que han puesto en el centro del debate a colonias como la Condesa y la Roma. La amplia discusión que ha suscitado este fenómeno también alcanza a Guadalajara, donde con frecuencia se menciona a la colonia Americana, con su oferta diversa de servicios: galerías, boutiques, restaurantes, bares y cafés, que apelan a estilos de vida sofisticados, que ciertamente solo algunos pueden pagar.Pero en estos casos, ¿será que podemos hablar de un proceso de gentrificación? Para responder a esta pregunta hago uso de un concepto acuñado casi 25 años antes que el de gentrificación, por el economista del suelo Homer Hoyt, llamado “filtering”.Este concepto, básicamente, corre en sentido opuesto al de gentrificación. Es decir, implica una sustitución de una clase alta por grupos de menores ingresos, en barrios que al paso del tiempo pierden relevancia ante el desarrollo de nuevas colonias más deseables para las nuevas generaciones de la élite.Digamos que esto le sucedió a la colonia Americana, que vio a sus residentes más jóvenes optar por vivienda en nuevas colonias como el Country Club o Colinas de San Javier, en el poniente de la ciudad, dejando atrás a sus padres en mansiones poco prácticas para familias que desde entonces han venido, en promedio, disminuyendo el número de hijos. Por ello, soy escéptico ante los señalamientos que acusan que la colonia Americana es un barrio en proceso de gentrificación.Hecha la anterior aclaración, me gustaría superar la discusión del concepto de gentrificación, que por lo regular se queda varado en un choque de clases, donde un grupo de ingresos superiores desplaza involuntariamente a otro con recursos económicos inferiores, de zonas, por lo regular, centrales. Para ello, qué mejor que referirme a Ruth Glass, quien acuñó el término de gentrificación a principios de la década de los sesenta, en su artículo: “Aspectos de cambio”.Como su título sugiere, al visitar Londres la autora reconoció una profunda transformación que se llevaba a cabo en la ciudad, donde observó una extendida afluencia: nuevos edificios, carros, cafés y restaurantes y, en general, un flujo creciente y diverso de consumo. También le sorprendió la aparición de “nuevas ocupaciones de clase media”: ingenieros de proyecto, ejecutivos de producción, analistas de sistemas, gerentes de relaciones públicas, entre otros.Sin embargo, estos cambios no fueron acompañados de un incremento en la movilidad social ni de una distribución más igualitaria de los ingresos. Al contrario, dice Glass, los viejos arreglos de clase persistieron. De hecho, Glass constató el encarecimiento de la vivienda, provocado, en parte, por una política de reconstrucción urbana en la que la vivienda de la clase trabajadora era ejemplo de diseño y calidad; la relajación del control de rentas; y la liberación de la especulación de los bienes raíces. Esto, dice Glass, transformó Londres en una ciudad solo para aquellos “aptos financieramente” que podían permitirse el lujo de vivir y trabajar ahí, dando pie a lo que llamó gentrificación.Es claro que la gentrificación generó externalidades negativas e indeseables al contribuir al desplazamiento involuntario de la clase trabajadora, pero también es cierto que este problema fue la consecuencia de lo que Ruth Glass llamó un “incremento natural” de actividades económicas y de comercio, en parte factor de la aparición de las nuevas ocupaciones entre los jóvenes profesionales, cuyos ingresos disponibles contribuyeron a que un ecosistema diverso de nuevos servicios se estableciera en torno a sus barrios, permitiendo a estos jóvenes estilos de vida más sofisticados.Creo que a esta altura queda claro que la gentrificación es una suerte de moneda de dos caras, consecuencia de la renovación urbana de las ciudades. Por un lado, una relacionada con la innovación de personas talentosas que invierten en nuestros barrios, diversificando los servicios, volviéndolos más atractivos para vivir. Además, con la respectiva generación de empleos e impuestos que permiten a las personas salir de la pobreza y a los Gobiernos financiar servicios públicos. Por otro lado, un lado indeseable: el desplazamiento de personas que ante el aumento de rentas no pueden seguir viviendo ahí.Ahora bien, me parece un despropósito prescindir de toda la energía y talento innovador de emprendedores dispuestos a invertir su dinero honestamente en nuestras ciudades, volviéndolas mejores lugares para vivir, por evitar el encarecimiento de algunos barrios, que en última instancia responden a la ley de la oferta y la demanda, para evitar el desplazamiento de algunas personas. Ojo, esto no significa que el Gobierno no deba evitarlo. Al contrario, es su responsabilidad asegurar que ello no suceda. Al respecto, en una próxima entrega hablaré sobre algunas acciones que desde el Gobierno pueden atenuar el fenómeno de gentrificación.* Eugenio Arriaga Cordero es doctor en estudios urbanos por la Universidad estatal de Portland y académico de la Esarq.