Por alguna razón seguimos guardando esa taza con ositos, viendo por décima vez una película navideña con guion predecible, o cantando a todo pulmón una balada ochentera con saxofón incluido. Son cosas que, desde lo estético, podrían considerarse feas, exageradas o de mal gusto. Pero ahí están, acompañándonos como viejos amigos. Hay adornos que no tiramos aunque estén rotos, canciones que suenan a drama puro pero nos consuelan, y películas que, aunque sepamos cada línea de memoria, nos salvan de una noche triste. Todo eso que algunos llaman kitsch —por cursi, por colorido, por demasiado— tiene una cualidad inesperada: nos da consuelo.En un mundo saturado de filtros, minimalismo y estética impecable, el kitsch resiste como un refugio emocional. Nos conecta con recuerdos, con afectos, con un gusto sin pretensiones que no busca aprobación. ¿Por qué lo sentimental, lo exagerado o incluso lo ridículo nos da tanta calma? ¿Y qué dice eso de nosotros, de lo que necesitamos para sentirnos a salvo?Lo kitsch se refiere a objetos o expresiones artísticas consideradas cursis, sobrecargadas, sentimentales o incluso ridículas. Son cosas que, según los cánones del “buen gusto”, no deberían gustarnos… pero nos encantan. Una figura de porcelana de un perro con ojos tristes. Una lámpara de lava. Un cuadro de delfines saltando en un atardecer. El cine de Hallmark. La discografía completa de Camilo Sesto. Todo eso es kitsch.Aunque nació como un término despectivo en el siglo XIX, hoy lo kitsch tiene un valor cultural propio. No es solo “malo”, es “tan malo que es bueno”. O, mejor dicho: tan sentimental, tan desbordado, tan demasiado, que termina tocándonos una fibra honesta.Hay quienes creen que disfrutar lo kitsch es una forma de ironía posmoderna. Otros piensan que es una reacción al exceso de minimalismo frío. Y hay quien lo vive simplemente como lo que es: un gusto sincero por lo sentimental, lo exagerado y lo imperfecto. En todos los casos, lo kitsch nos ofrece una pausa del cinismo. Una ventana hacia lo emocional sin filtros.Lo kitsch no es solo un estilo, es una experiencia afectiva. Una forma de volver a lo que nos hace sentir, aunque no sea elegante. Una canción que nos hace llorar, aunque su letra sea ridícula. Un adorno que nos recuerda a alguien querido. Quizás, en un mundo que exige tanto control y corrección, lo kitsch es un refugio emocional. Y eso, más que feo, es profundamente bello. MR