Hoy parece que vivimos en un universo donde todo se confunde con un mismo color: beige. Desde los interiores de nuestros departamentos hasta las prendas que elegimos para vestir, pasando por nuestros perfiles de Instagram y las imágenes de nuestras marcas personales, reina un monocromo visual que pocos se atreven a cuestionar.La culpa la tiene el minimalismo, esa tendencia que llegó prometiendo despejar el caos y brindarnos un espacio de calma. El minimalismo habla de simplicidad, de menos es más, de funcionalidad. Pero, al convertirse en una fórmula de diseño y estilo, ¿no está degenerando en una especie de uniforme visual?Las paredes blancas, los muebles neutros y las combinaciones cromáticas que oscilan entre el blanco, gris y beige se repiten hasta el cansancio. La ropa minimalista, con sus cortes simples y colores discretos, parece diseñada para no llamar la atención, mientras que en Instagram los feeds de tonos cálidos y apagados se han vuelto la norma para obtener más likes y seguidores.Esto genera una sensación de homogeneidad que va más allá de lo estético: empobrece la diversidad visual y cultural, limita la expresión individual y reduce el impacto que tienen los colores y formas para comunicarnos quiénes somos. Cuando todo se ve igual, ¿dónde queda el carácter, la personalidad, la diferencia?El minimalismo, en su mejor versión, puede ser un refugio para el exceso y el ruido de la vida moderna. Pero cuando se vuelve la única opción aceptada o “cool”, se transforma en una jaula de colores neutros que acaba por aplastar la creatividad y la identidad.Quizás es momento de preguntarnos si estamos buscando realmente simplicidad o si nos conformamos con un mundo aburrido, uniforme y predecible. Porque, en definitiva, no todo debería ser beige. MR