Vivimos en una época donde todo parece tener que rendir frutos: si vas al gimnasio, es para tener un cuerpo perfecto; si cocinas, deberías grabarlo y monetizarlo; si tocas un instrumento, más vale que subas covers a TikTok. La lógica de la productividad se ha filtrado incluso en nuestros ratos libres, volviendo sospechoso el simple hecho de disfrutar algo "sin propósito". Pero, ¿qué pasa cuando haces algo solo porque te gusta, sin esperar ser la mejor? ¿Está permitido equivocarse, hacer algo mal, o simplemente… mediocre?La respuesta es sí. Y no solo está permitido: es necesario.Hacer cosas sin talento -o sin la ambición de perfeccionarse- es un acto de rebeldía suave en un mundo que exige eficiencia constante. Es permitirte ser principiante, torpe, lenta, dispersa. Es recordar que el valor de una actividad no siempre está en el resultado, sino en el proceso. ¿Te gusta pintar aunque no te quede derecho un ojo? Hazlo. ¿Te relaja cantar aunque desafines? Canta. ¿Tocar la guitarra aunque solo sepas tres acordes? Bienvenida al club.La obsesión con “ser buena” puede terminar alejándonos de lo que alguna vez nos hizo felices. A veces no se trata de talento, sino de ternura: la que sentimos hacia nosotras mismas cuando nos damos permiso de jugar, de probar, de crear sin presión.Este tipo de ocio -el no productivo, el imperfecto, el que no se convierte en ingreso ni en contenido- es profundamente sanador. Porque no se trata de mostrarle al mundo lo que haces bien, sino de reconectar contigo misma, con tu niña interior, con ese rincón sin juicios donde la única expectativa es disfrutar.Así que, si te hace feliz, hazlo. Aunque nadie lo vea. Aunque nadie lo aplauda. Aunque no te salga “bonito”.Porque no todo lo que vale tiene que ser útil. Y no todo lo que amas tiene que convertirse en algo más. MR