Domingo, 16 de Junio 2024

Saborear los libros

La escritora e investigadora mexicana reflexiona a través de las letras que se posan en su estantería, las cuales la llevan a oscilar entre el pasado y el presente
 

Por: El Informador

Adictas a la insurgencia. La historia perdida de las mujeres que lucharon por la libertad de México. Escrito por Escrito por Celia del Palacio. ESPECIAL

Adictas a la insurgencia. La historia perdida de las mujeres que lucharon por la libertad de México. Escrito por Escrito por Celia del Palacio. ESPECIAL

El COVID-19 ha trastocado la normalidad aparente de nuestras vidas y ha hecho aflorar angustias.

Los fantasmas de la enfermedad y la muerte se corporeizan y nos convierten —como advierte Arturo Aguirre para la violencia— en seres a-terrados en dos sentidos: por el miedo, claro, y por el despojo de la seguridad en ciudades ahora amenazantes; seres sin posibilidad de escape. También nos convertimos en seres radicalmente situados en el territorio “seguro” de nuestras casas y sitiados tras la frágil trinchera de cubrebocas y líquidos antibacteriales.

Rodeada de libros reunidos en toda una vida, en el estudio iluminado por la acerada luz xalapeña, escribo. Soy de quienes pueden darse el lujo de quedarse en casa. Como académica en una universidad pública, tengo la tranquilidad —hasta ahora— de que seguiré recibiendo mi salario a cambio de realizar labores de investigación y docencia de la misma manera en que siempre lo he hecho (y eso es ya una apuesta arriesgada). Ahora estoy en contacto con los alumnos a través de Skype. Sólo por eso sé que es jueves. 

Me gusta ese jirón de normalidad que se cuela en el abismo serpenteante cuyo movimiento desespera por su lentitud. La vida se ha convertido en un transcurrir del mismo día, una y otra vez, como en una de mis películas favoritas: “The Groundhog Day”. No es que me importe. Después de sobrevivir recientemente a un cáncer de mama agresivo, ansiaba un espacio de reflexión. Decir que el cáncer te cambia la vida es ya un lugar común. Pero es verdad que la enfermedad provoca que el cuerpo se detenga de súbito y que todos los planes se trastoquen; la cercanía con la muerte te lleva a repensar tu vida. Este periodo de encierro ha sido para mí como una prolongación de aquellos meses de confinamiento obligado por la inmunodepresión; ahora causado por otra enfermedad, compartida por millones en el mundo. 

Desde luego me acosa la angustia de saber que miles padecen, que miles mueren por las carencias en los sistemas de salud, que otros tantos perderán su trabajo, sus empresas, su casa, su alimento.

Sin duda me preocupan los míos y los otros. Intento imaginar el futuro a partir del pasado que es lo único que conozco. ¿Cuánto durará esto? ¿Será como vivir la guerra, la posguerra? Esa vivencia no la tuvo mi generación hasta ahora. Recuerdo los relatos de Margo Glantz sobre la precariedad que sufrió su familia recién llegada a México en la década de los veinte; narra no solo las carencias de su familia, sino las de muchos mexicanos a los que su padre habría de fiarles el pan. ¿Seremos eso? ¿Estaremos ahí?

Recuerdo los relatos de mis padres, las vivencias de mis hermanos mayores, que crecieron en tiempos más precarios. No tuvieron hambre, pero tampoco muchas prendas de vestir. Nosotros, como generación, hemos tenido demasiado a costa de la devastación del mundo y la explotación de otros. No estoy orgullosa de ello. Tal vez sea hora de pagar el precio. 

En este tiempo de quedarse en casa he disfrutado a conciencia del paisaje desde mi terraza. Los vecinos no se dejan ver. A veces escucho a los adolescentes armando fiestas con reggaetón para retar a la muerte; los jóvenes de enfrente ensayan una reunión con su habitual karaoke, pero algo sale mal sin invitados y todo termina en menos de una hora; la niña de la vecina dice ‘hola’, una y otra vez, para nadie, para todos, con afán de bienvenida; en estos tiempos en que el otro es un peligro, el hola de una niña suena esperanzador.  

En las noches, los trailers no dejan de pasar por la avenida principalísima que, fiel a su vocación desde el siglo XVI, sigue siendo la carretera que comunica Veracruz con la Ciudad de México. Los camiones, con los escapes abiertos, frenan con motor en esa ruta que atraviesa Xalapa, ahogando la canción de los grillos y las aves nocturnas que se refugian en las maternales ramas de las hayas.

Más allá, por fortuna, la vigorosa mata verde de las zonas naturales reservadas ahoga las luces de la ciudad que se pierde detrás de las colinas.    

No quise refugiarme en mi escape favorito: El trabajo obsesivo. “Si no puedes mirar hacia afuera, mira hacia dentro”: dice la sabiduría zen. Así que acometí la tarea mucho tiempo postergada de ordenar mis libros. Detesto llamarle biblioteca, por más que el término sea apropiado: “lugar donde se tiene un considerable número de libros ordenados para su lectura”. Por supuesto desde un principio he desestimado las clasificaciones convencionales para el ordenamiento: Nunca busqué un jardín neoclásico, pero a través de los años, ese conjunto de libros se había ido alejando del heterogéneo bosque romántico que imaginé y se había convertido en una selva amazónica que amenazaba devorarme. 

Los libros para mí son más que objetos. Son relicarios, crónicas de mi ser en el mundo; y con el mundo se conectan constantemente. Mis libros son un laberinto y un dispositivo de memoria. Al adentrarme en las profundidades abisales de los libreros en apariencia inocuos, encontré ejemplares que había buscado hasta la desesperación. Creo que en esos abismos mágicos, los libros aparecen en el momento indicado, nunca antes ni después, como me ocurrió con los referentes a la peste y epidemias en la historia.

Encontré un montón de libros sobre temas que ya no me convocan y al verlos, confirmé que mi destino está en otra parte. Por el contrario, la literatura de todos los países, me sigue llamando, cada vez con más fuerza, a habitar sus mundos. Son lo que fui, lo que he sido, lo que soy, con sus páginas subrayadas, con sus apuntes en los márgenes, con sus atesoradas dedicatorias, con sus separadores provenientes de otra época. 

La biblioteca es también la expresión de los deseos, y en los libros que he comprado —a veces más de una vez— está inscrito el deseo de entender mejor el mundo, explicar el sinsentido de la violencia en México, navegar por la cultura en América Latina, revisitar los pasados posibles para escribir el futuro. También, con el tiempo a mi favor, los libros me llevaron a otros apetitos más carnales, desde los diversos acercamientos al erotismo, hasta los que hablan de cocina. “El Rodaballo” de Günther Grass me llevó a intentar unas peras ahogadas en mantequilla para acompañar la carne y un extraño recetario escrito por el mismísimo Freud me condujo al deseo de probar unas costillas de cordero con romero y a espolvorear canela sobre una toronja hervida en el desayuno para evitar la melancolía. 

El encierro, esa imposibilidad de escape, ese radical estar situado aquí, ahora, me permitió, paradójicamente, escapar de la esclavitud del tiempo. Me permitió sentarme en el suelo y saborear uno a uno los libros, recordar quién quería ser y quién he sido, sentir en todo el cuerpo el deseo de escribir/ser otra, habitada por el ansia de volver a ver a los más queridos, cuya ausencia duele, sin olvidar que la Muerte respira siempre por encima de mi hombro. Después de todo, saber que somos finitos es lo que nos permite disfrutar la vida.  

SOBRE LA AUTORA

ESPECIAL

Es investigadora del Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación de la Universidad Veracruzana. Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel III y de la Academia Mexicana de la Ciencia. Presidenta fundadora de la Red de Historiadores de la Prensa en Iberoamérica (1999-2011).

Premio Nacional de Periodismo 2010 por los suplementos sobre Historia de la Prensa en México para la Revista Zócalo entre marzo y septiembre de ese año. Se ha dedicado al estudio de la prensa y el periodismo en las regiones de México desde hace treinta años, así como a las relaciones entre ficción e historia.

Otras publicaciones

Ensayos:

  • “La disputa por las conciencias. Los inicios de la prensa en Guadalajara, 1792-1835” 
  •  “Pasado y presente. 220 años de periodismo en Veracruz” 

Novelas históricas: 

  • “No me alcanzará la vida”
  • “Leona” 
  • “Las mujeres de la tormenta” 
  • “Hollywood era el cielo: Biografía novelada de Lupe Vélez”

SINOPSIS

ESPECIAL

“Adictas a la insurgencia” es el título más reciente de Celia del Palacio, en éste, recuerda que la lucha por la Independencia de México convocó a un sinnúmero de mujeres; aunque, su indispensable participación en la historia ha sido reducida, en el mejor de los casos, a breves menciones en los libros o simplemente dejada al olvido.

La novelista e historiadora recupera las vidas y los nombres de todas estas mujeres de armas tomar que son fundamentales para comprender el destino de la causa insurgente, las pasiones y los anhelos que la animaron.

Josefa Ortiz de Domínguez, Leona Vicario o la Güera Rodríguez son sólo algunas de las más conocidas “adictas a la insurgencia”, como se les clasificó en su tiempo.

Pero este libro, muy al estilo de “Vidas imaginarias” de Marcel Schwob, también rescata las historias de María Luisa Camba, la Fernandita, concubina de Hidalgo que lo acompañó en su levantamiento vestida de hombre; las Once Mil Vírgenes, habitantes de Tepozán que se ocupaban de seducir a las tropas realistas para convertirlas a la causa rebelde; las mujeres de Miahuatlán, quienes al ver a sus maridos e hijos presos por el ejército imperial los rescataron con lo que tenían: Piedras y sartenes; entre muchas otras mujeres que dieron la vida y empeñaron la libertad para alcanzar sus ideales.

JL

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