Lunes, 07 de Julio 2025

Evangelio de hoy: «Alégrense, sus nombres estarán escritos en el cielo»

Tengamos confianza en Dios y trabajemos con alegría en predicar el Reino de Cristo con una vida congruente con la fe que profesamos

Por: Dinámica pastoral UNIVA

«La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos». WIKIPEDIA/«La exhortación a los apóstoles», de James Tissot

«La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos». WIKIPEDIA/«La exhortación a los apóstoles», de James Tissot

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Isaías 66, 10-14

«Alégrense con Jerusalén, gocen con ella todos los que la aman, alégrense de su alegría todos los que por ella llevaron luto, para que se alimenten de sus pechos, se llenen de sus consuelos y se deleiten con la abundancia de su gloria.

Porque dice el Señor: “Yo haré correr la paz sobre ella como un río y la gloria de las naciones como un torrente desbordado. Como niños serán llevados en el regazo y acariciados sobre sus rodillas; como un hijo a quien su madre consuela, así los consolaré yo. En Jerusalén serán ustedes consolados.

Al ver esto se alegrará su corazón y sus huesos florecerán como un prado. Y los siervos del Señor conocerán su poder’’».

SEGUNDA LECTURA

Gálatas 6, 14-18

«Hermanos: No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Porque en Cristo Jesús de nada vale el estar circuncidado o no, sino el ser una nueva creatura.

Para todos los que vivan conforme a esta norma y también para el verdadero Israel, la paz y la misericordia de Dios. De ahora en adelante, que nadie me ponga más obstáculos, porque llevo en mi cuerpo la marca de los sufrimientos que he pasado por Cristo.

Hermanos, que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con ustedes. Amén».

EVANGELIO

Lucas 10, 1-12. 17-20

«En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: ‘Que la paz reine en esta casa’. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: ‘Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios’.

Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: ‘Hasta el polvo de esta ciudad, que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca’. Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad”.

Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.

Él les contestó: “Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”».

Alégrense, sus nombres estarán escritos en el cielo

En las lecturas de la liturgia de este domingo décimo cuarto del tiempo ordinario, el Señor nos promete, en la primera, a través del profeta, una vida nueva, renovada y feliz: “Yo haré correr la paz sobre ella como río y la gloria de las naciones como torrente desbordado, como niños serán llevados en el regazo y acariciados”.

El salmo entona con alegría: “Las obras del Señor son admirables”, para confirmar la lealtad de Dios y nuestra esperanza. Pero, como dice el apóstol Pablo en la segunda lectura, es necesario vivir conforme a las normas: estar crucificado con Cristo y llevar las huellas de esa crucifixión en nuestra vida de cada día. Porque de nada vale estar bautizados si no somos una nueva creatura.

En el Evangelio vemos cómo Jesús envió a sus discípulos a abrir brecha y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos”. Los había instruido y alentado para predicar el Reino de Dios, distinto de cualquier otro reino, fundado en el amor y la paz.

Ahora, nosotros, bautizados, hijos de Dios, somos enviados a seguir predicando esa nueva vida a la gran multitud que nos rodea, que espera en el mundo entero la paz y la justicia en medio de una turbulencia de violencia, abuso de poder de los que gobiernan, del egoísmo y la fatuidad, de la insensibilidad de los que poseen, de la estupidez de los ignorantes, de la maldad que anida en los corazones de tantos.

Que no nos intimidemos por las dificultades. Hagan el bien y prediquen el amor y la paz, dice el Señor. Apártense de los que no los acepten, pero sepan que vendrá un juicio en el último día.

Tengamos confianza en Dios y trabajemos con alegría en predicar el Reino de Cristo con una vida congruente con la fe que profesamos. Que nuestras acciones de cada día sean una predicación silenciosa de las promesas del Señor. Así podremos hacer nuestro el dicho de Jesús: “Alégrense de que sus nombres están escritos en el cielo”.

Javier Martínez Rivera, SJ - ITESO

“El deseo de paz se cumplirá”

“¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia, del que proclama la paz, del que anuncia la felicidad, del que proclama la salvación!” (Is 52,7). Esta es la esperanza que el profeta Isaías transmitía a su pueblo, la esperanza de alguien que anunciaba la salvación, la llegada del Reino de Dios a través de su Ungido.

Jesús envía a sus discípulos a anunciar la buena noticia, a proclamar la paz y a anunciar con palabras y signos la presencia del Reino de Dios que viene a través de Él. Pero ¿qué es el Reino de Dios? ¿En qué consiste? Estas preguntas también se las hacían sus contemporáneos: algunos esperaban un reinado militar y poderoso, otros un reinado de prosperidad económica y abundancia. Pero Jesús, por sus signos y milagros, ha traído al mundo un reino diferente, un reino donde reina Dios y donde se vive desde la misma vida de Dios. Es un reino en el que no hay pecado, sufrimiento ni muerte.

Por esto, los signos que Jesús realiza -y a través de Él, sus discípulos- manifiestan la naturaleza de este Reino: curan enfermedades, expulsan demonios, llevan la paz. Es una realidad que viene a irrumpir en la estructura histórica de la humanidad a través del corazón humano, pues este Reino se hace presente por la fe en Jesucristo.

Esto nos lleva a reflexionar algunas cuestiones, como por ejemplo la manera en la que muchas veces tratamos de integrar la acción de Dios en nuestra vida. Frecuentemente podemos correr el riesgo de perder la dimensión trascendente de este Reino: “Mi Reino no es de este mundo”, dijo Jesús a Pilato en el pretorio. Muchas cosas nos preocupan en nuestra vida cotidiana: la enfermedad, el dinero, el sufrimiento, la desigualdad, etc. Y estas preocupaciones son lícitas, pero no agotan la realidad de la obra salvífica que Jesús vino a realizar. ¿Cuántas veces, como los judíos, esperamos que el Reino de Dios se manifieste en nuestras vidas como poder, abundancia, placer, etc.?

¿Qué espero yo obtener de mi relación cercana con Dios? Puede ser otra pregunta que nos ayude a indagar el verdadero propósito de nuestra religiosidad. Jesús, a sus contemporáneos, les decía: “El Reino de Dios ya está cerca, es más, ya está aquí entre ustedes”. Y muy seguramente más de alguno de sus oyentes pensaba: ¿cómo es posible que dijera eso ante tanto dolor, sufrimiento e injusticia?

Pues bien, Jesús sabe que el Reino de Dios es un Reino que se instaura y se construye por el Espíritu en el corazón de los hombres, pues donde está Dios, ahí está su Reino, ahí hay paz, armonía, concordia, y no hay pecado ni sufrimiento. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado, o hemos escuchado a personas preguntarse: “¿Dónde está Dios?”? Quizá porque seguimos buscándolo fuera, cuando donde lo tenemos que buscar es dentro de nosotros, invitarlo a que venga a instaurar su Reino en nuestro corazón, pues solo así verdaderamente se puede edificar el Reino de Dios en la Tierra.

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