Somos de la misma especie
"La libertad del diablo" ofrece al espectador conocer la versión de los victimarios que han generado una ola de violencia desde que arrancó la guerra contra el narco
Hace un año que se proyectó por primera vez el sexto largometraje documental “La libertad del diablo” dirigido por Everardo González en colaboración con Diego Enrique Osorno. Fue exhibido en varios festivales y a su paso por este circuito consiguió algunos logros: Premio Amnistía Internacional en el Festival de Cine de Berlín; Premio Mezcal, mejor documental iberoamericano y mejor fotografía en Guadalajara 2017; mejor documental, mejor fotografía y mejor música en el Premio Fénix. Es ahora que comienza su etapa en las salas comerciales, uno de los espacios más complicados para el cine nacional. Las últimas películas en colocarse en los primeros lugares de asistencia de las audiencias mexicanas, según los anuarios de IMCINE, fueron “No se aceptan devoluciones” y “Nosotros los nobles” en el 2013; ficciones en ambos casos.
El documental arranca con una voz en off que anuncia “sin embargo, seguimos siendo de la misma especie”. Bajo esta frase González y su equipo construyen todo el filme. Esa es la mirada central de la película: poner en el mismo nivel a víctima y victimario. Para lograrlo, el filme se vale de diversas entrevistas hechas a una serie de personas involucradas de manera directa con el panorama de extrema violencia que se vive en los últimos años en México, que arrancó con la declarada guerra contra el narco. Cada uno de ellos narra su propia experiencia e historia: dos hijas que relatan la desaparición de su madre y su constante búsqueda; una madre que encuentra consuelo cuando al fin localiza los cuerpos de sus hijos; soldados desertores, policías corruptos, jóvenes sicarios que cuentan a sangre fría sus asesinatos.
Su rostro está cubierto por una máscara que apenas les permite respirar, ver y hablar y que guarda su anonimato. Como aquel rostro perverso de “Los ojos sin rostro” (1965) de Georges Franju, pero ya lejos de la ficción. El elemento siniestro se encuentra ahora en la realidad. Las entrevistas, desde diversos puntos de vista, conforman una polifonía: en este país en ruinas, conocemos ya la historia de las víctimas, pero pocas veces escuchamos la de los victimarios. Uno de los sicarios confiesa “mi primer muerto fue como a los 14 años, iba como en segundo de secundaria, más o menos(…) los pilotos se enorgullecen por la horas de vuelo que tienen, aquí nosotros con lo muertos”.
Para lograr suficiente empatía, a pesar de que ningún personaje muestra su rostro, el equipo de González utilizó un dispositivo creado por el documentalista Erroll Morris, en el que el entrevistador mantiene contacto visual con el entrevistado y al mismo tiempo graba su rostro desde el mismo ángulo; en cada entrevista la mirada se mantiene en los ojos del espectador, una confrontación directa.
Entre cada testimonio, la cámara de María Secco muestra en pantalla la imagen de pueblos fantasmagóricos, azotados por la violencia, donde también los personajes del día a día cubren sus rostros con la misma máscara: niños, jóvenes, mujeres y hombres armados, soldados, obreras en la maquila textil. El paisaje rural que alguna vez el cine de oro consagró en la mirada de Gabriel Figueroa se ha transformado en despojo: ésta es ahora nuestra geografía, así ha resignificado la violencia nuestros imaginarios. Acompaña a estas imágenes el trabajo musical de Quincas Moreira que refuerza los momentos emotivos y su carácter funesto; pero es la voz y el testimonio de cada personaje la que retumba en la forma fílmica del documental.
El resultado es absolutamente coral: verdugo y víctima comparten el estrado y la palabra. ¿En dónde es que el diablo anda con total libertad? En cada rincón del país. No obstante, hay un atisbo de esperanza: el único personaje que logra encontrar a sus desaparecidos y hacerse así de sus muertos, se quita la máscara frente a la cámara y recobra su rostro. Sí, somos de la misma especie.
DR