Matar en público: el asesinato como mensaje
El asesinato del alcalde de Uruapan, en el Estado de Michoacán, el pasado 1 de noviembre de 2025, representa un nudo crítico en la trama de la violencia política y del crimen organizado en México. Durante la festividad del Día de Muertos -una de las más concurridas del país y especialmente significativa en esta región- el hecho de que el edil resultara blanco de un ataque público, sugiere que deliberadamente se buscó que el país lo supiera, que el símbolo llegara más allá del municipio. En un contexto previo cercano al asesinato, el líder de los productores de limón en Michoacán, quien había denunciado amenazas de muerte, fue también asesinado, mientras en otros municipios del país alcaldes y funcionarios de policía han sido abatidos en las últimas semanas.
Este crimen exhibe características de terror simbólico: la ejecución en un evento público, en un espacio festivo que se configura como comunidad, muestra no solo la fuerza bruta, sino la intención de sembrar el miedo, erosionar la legitimidad institucional y recordarle a la ciudadanía que el poder del Estado puede estar amenazado por la presencia del narcotráfico. La elección del escenario revela un mensaje claro: la impunidad sistémica y la capacidad de los grupos criminales para desafiar el monopolio de la violencia legítima del Estado. En términos de seguridad ciudadana, este asesinato marca un nuevo quiebre en la confianza colectiva: aun cuando las estadísticas oficiales arrojan una reducción relevante en el número de homicidios diarios, este tipo de crímenes de altísimo impacto siguen erosionando la legitimidad de las instituciones, pues demuestran que la fuerza estatal no logra proteger ni siquiera a quienes encabezan o forman parte del Gobierno, en cualquiera de sus niveles.
Asimismo, este homicidio encaja en la categoría de violencia instrumentada: el victimario selecciona al blanco por su visibilidad y su confrontación explícita al crimen organizado. La temporalidad y el lugar aumentan el impacto mediático y sociopolítico, transformando el asesinato en un espectáculo de poder, un mensaje al resto de actores políticos y comunitarios: resistir o colaborar, pero en ambos casos, lo que está en juego es la seguridad y la vida.
Por si no fuera ya demasiado, desde Washington se presenta a México cada vez más como un Estado sometido a los cárteles de la droga, incapaz de garantizar su propia seguridad interna y, por ello, potencial amenaza hacia el norte. Esa narrativa -que sirve también a intereses geopolíticos- se alimenta de casos como el de Uruapan, donde el orden público se fractura simbólica y materialmente.
Es urgente por todo ello, que el Estado, además de reducir los homicidios, debe restituir la presencia simbólica de la protección, la capacidad de disuasión de la criminalidad y el control territorial. No se trata únicamente de confrontar la potencia de las armas, sino de reconstruir los micromundos de sentido donde la vida social y la participación ciudadana se sostienen. En ese sentido, la violencia política y criminal en México no puede abordarse solo con tácticas represivas, sino que exige una reflexión sistémica sobre la relación entre el poder institucional, el crimen estructural y la lógica simbólica del terror.
El evento del 1 de noviembre en Uruapan, en pleno festival del Día de Muertos, brinda una metáfora perversamente elocuente: bajo la celebración de los muertos, el asesinato político convierte la plaza pública en un tablero de dominación, un rito criminal de la violencia. En vez de conmemorar la vida y la memoria, el crimen instala la lógica de la muerte como demostración de fuerza y advertencia.
De este modo, aun cuando el Gobierno proclame reducciones en homicidios diarios, estos crímenes excepcionales masifican la angustia y minan la legitimidad democrática más allá de las cifras. Sea cual sea la estadística, la sensación es que las instituciones fallan cuando pierden la capacidad de proteger a quienes se arriesgan, y que la violencia, además de aniquilar cuerpos mata también el sentido de comunidad, de esperanza y de gobierno.