La nueva Doctrina Monroe: seguridad, recursos y hegemonía
Estados Unidos está reconfigurando su presencia en América Latina con un pragmatismo que desborda el péndulo ideológico. El giro es de poder material. Washington busca blindar su crecimiento y su primacía tecnológica a través de cadenas de suministro seguras y cercanas, bajo la lógica del friend-shoring, en la que la región funciona como amortiguador geopolítico frente a China. La reciente Americas Partnership for Economic Prosperity (APEP) y los mecanismos paralelos de integración regulatoria y financiamiento productivo parecen la nueva base del armazón de una política industrial extendida hacia el Sur del hemisferio.
El núcleo de esta estrategia se centra en los minerales críticos y en la electrificación: cobre, litio, níquel y tierras raras. La elegibilidad del litio chileno para beneficios fiscales bajo la Inflation Reduction Act y los acuerdos emergentes con Argentina no solo podrían reconfigurar el mapa de inversión, sino que anclan a América Latina dentro del perímetro de seguridad económica y militar estadounidense. En el tablero global dominado por los semiconductores, las baterías y la inteligencia artificial, asegurar estos recursos es tan estratégico como el control de rutas marítimas o posiciones militares. Para Washington, parte de la respuesta no consiste en reindustrializar todo en su territorio, sino en externalizar capacidades en “socios confiables”.
Esa expansión económica requiere un paraguas de seguridad. La intensificación de patrullajes, los ejercicios multinacionales -como UNITAS 2025- y las operaciones de interdicción marítima actúan tanto como señal política como mecanismo disuasivo. En términos de poder, el mensaje es doble: hacia los Estados latinoamericanos, la afirmación de que Washington “está de vuelta, con hardware y con reglas”, y hacia los competidores extrarregionales, la advertencia de que el hemisferio occidental sigue siendo un espacio estratégico bajo vigilancia.
Se trata de la actualización operativa de la Doctrina Monroe, en una forma contemporánea de control de accesos marítimos y negación de espacios a actores considerados indeseables, sean criminales o estatales. Bajo el discurso de la “seguridad hemisférica”, esta presencia coercitiva puede reconfigurar las rutas de los tráficos ilícitos, desviándolos hacia corredores más largos, costosos y violentos, al tiempo que erosiona soberanías frágiles y normaliza prácticas de fuerza en contextos difusos.
La estrategia norteamericana se despliega también sobre la infraestructura productiva y tecnológica. El nearshoring manufacturero convierte a México en pivote, pero extiende sus tentáculos hacia Centroamérica y el Caribe, donde el ensamblaje ligero, los servicios digitales y el back-office configuran un ecosistema funcional a las necesidades de la economía estadounidense.
Al mismo tiempo, Estados Unidos avanza en la disputa normativa con China, imponiendo sus estándares laborales, ambientales, tecnológicos y de compliance. Los nuevos acuerdos condicionan financiamientos y acceso preferencial a la adopción de reglas occidentales, estableciendo quién puede participar y en qué términos en las cadenas de valor emergentes.
En el plano marítimo, la lógica es similar: fortalecer la Cuarta Flota y las capacidades de mando y control garantiza la protección de rutas críticas para la exportación de energía y minerales, y, simultáneamente, habilita una vigilancia permanente de los flujos ilegales y comerciales.
Las implicaciones para América Latina son profundas. La región dispone de una ventana de negociación inédita: si los minerales críticos y la relocalización industrial son indispensables para Washington, los países podrían exigir mayor valor agregado local, transferencia tecnológica y desarrollo territorial que eviten repetir el patrón extractivo. Pero también se abre un dilema de autonomía. A la vez, el retorno de la presencia militar y de seguridad sin marcos de control regional podría reactivar la subordinación hemisférica y la constante intervención en asuntos internos.
En suma, la nueva estrategia norteamericana en América Latina responde a una doctrina de seguridad económica global: asegurar insumos, rutas y estándares que le permitan sostener su competitividad tecnológica frente a China. Frente a ello, los países latinoamericanos, y particularmente México, puede y debe ser un actor que negocie con inteligencia sus términos de inserción. La cuestión no es si Estados Unidos han vuelto, sino bajo qué condiciones aceptará la región su regreso.