Ideas

La Compañía que se Atapatió

Mi tío Pablo Latapí Sarre era jesuita. Ilustre pedagogo, el primero formado académicamente en universidades alemanas y quien participó activamente en los proyectos educativos de la Compañía de Jesús en la Gran Guadalajara.

Cuando hablaba del Instituto de Ciencias y del ITESO, sus ojos brillaban con una emoción particular. “Hay una similitud profunda”, me decía, “entre el espíritu formador de la Compañía de Jesús y el espíritu inquieto, promotor y emprendedor de Guadalajara. No es coincidencia que los jesuitas hayan encontrado aquí tierra tan fértil”. Con el tiempo entendí que tenía razón, y que la historia lo confirma con una nitidez incuestionable.

La Compañía de Jesús llegó a Guadalajara en el siglo XVI con un proyecto claro: formar no solo estudiantes, sino conciencias. Establecieron el Colegio de Santo Tomás, antecedente directo de la primera universidad de la ciudad. No era una simple institución escolar; era un proyecto civilizatorio completo. Educaron a las élites criollas de Nueva Galicia, pero con una diferencia que marcó a la región: enseñaban que el conocimiento obliga. Que quien más sabe, más debe a su comunidad. Sembraron pensamiento crítico, responsabilidad social y una idea de excelencia sin ostentación.

Ese edificio colonial del Colegio de Santo Tomás existe todavía. Hoy es la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz. Las paredes que formaron generaciones en el siglo XVII ahora custodian los libros que acompañan a las generaciones del siglo XXI. La continuidad es tan simbólica como perfecta.

Luego vino la expulsión de 1767. Carlos III ordenó la salida de los jesuitas de todos los territorios españoles. Guadalajara perdió más que maestros: perdió una tradición intelectual que había moldeado su carácter por casi dos siglos. Fue una ausencia larga, silenciosa y profunda.

El regreso llegó hasta el siglo XX. Y cuando volvieron, fundaron el ITESO: Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente. No intentaron replicar el modelo colonial; lo reinventaron. Mantuvieron la esencia de su pedagogía, pero la adaptaron al mundo moderno: excelencia académica unida a un compromiso social inquebrantable.

Mi tío participó en ese proyecto. Veía en el ITESO la materialización contemporánea de la pedagogía jesuita. No buscaba solo transmitir conocimiento, sino formar conciencias. Impulsar pensamiento crítico que no se conforma con explicaciones fáciles. Fomentar el compromiso con los vulnerables como imperativo ético, no como gesto caritativo.

Lo que él llamaba “similitud profunda” no era casual. Era afinidad estructural entre Guadalajara y la Compañía de Jesús. Ambas valoran la excelencia sin presunción, el rigor sin pedantería, la innovación fundada en tradición, el liderazgo concebido como servicio.

Hoy, el ITESO conserva una voz activa en los temas sociales de Jalisco y México. Sus investigadores analizan desigualdad, violencia y urbanización. Sus estudiantes participan en proyectos de intervención social y su comunidad académica cuestiona, propone e incomoda cuando es necesario. Esa incomodidad constructiva es herencia jesuita pura.

Cinco siglos de presencia han moldeado el carácter intelectual y ético de Guadalajara. Del Colegio de Santo Tomás al ITESO, la línea es directa y la misión consistente. Mi tío lo entendió profundamente: los jesuitas encontraron en Guadalajara tierra fértil porque en el espíritu tapatío reconocieron su misma convicción esencial: que la grandeza verdadera no se mide por el éxito individual, sino por el impacto colectivo.

Esa es la lección que la Compañía de Jesús le ha dado a La Gran Guadalajara. Y que esta ciudad ha sabido absorber, practicar y multiplicar.

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