¿Crítica o propaganda?
Resulta vergonzoso —no hay otra palabra— el espectáculo del intelectual cuyo objetivo primario es la defensa dogmática, in toto y sin matices, de algún gobierno o camarilla política.
La tarea del intelectual público, como la del periodista político, no es, ciertamente, actuar como oposición del Gobierno, ni el ejercicio estéril y nihilista de la crítica totalizante, cargada de rencor. Que un intelectual defienda o aplauda, con razones lúcidas y argumentos convincentes, alguna acción, reforma, política o legislación promovida por un gobernante o líder político no es en sí algo desafortunado.
No obstante, lo crucial es cultivar una actitud vigilante y escéptica ante el poder político, económico, religioso o de cualquier tipo. Allí radica, desde Sócrates hasta Gabriel Zaid, la tarea del intelectual público: la crítica de los poderes y creencias establecidos. Porque, como todo liberal sabe y cualquier individuo con sentido común intuye, el poder tiende a extralimitarse, a corromper y aplastar.
Los intelectuales que con demagogia sofística justifican en cada intervención pública todas las acciones de un gobierno han renunciado a su tarea para volverse ideólogos en el peor sentido de la palabra: no en el sentido de decir, por ejemplo, que Jesús Reyes Heroles fue el gran ideólogo del PRI (pues con sus discursos y escritos buscaba dar sustancia teórica y dirección moral a su partido), sino en el de una persona entregada a una ideología oficial y dogmática de un gobierno o grupo de poder. Mejor dicho, son propagandistas.
El intelectual es fiel por definición, no a una ideología, partido o dirigente, sea republicano o dictatorial, sino a su inteligencia, a la claridad y argumentación rigurosa, a los valores del humanismo y a la cultura de la libertad, que hacen posible su oficio. En un país complejo, diferenciado y mínimamente libre, la discusión informada de ideas, el debate político vigoroso y el pluralismo de posiciones sobre los asuntos públicos, son actividades y procesos intelectuales indispensables para la recreación y salud moral y cognitiva de la sociedad. Sin discusión inteligente y aguda, hecha con seriedad y altura de miras, las ideas y creencias establecidas se vuelven, para citar a Isaiah Berlin, asfixiantes camisas de fuerza.
El intelectual, socrático por naturaleza, promueve la crítica permanente de la polis; su república óptima es la sociedad abierta; y sabe bien que la democracia es el peor de los regímenes, salvo todos los demás. Critica tanto a los gobiernos autoritarios como a los democráticos, pues su lealtad yace con el análisis racional de las ideas políticas y creencias morales. Por eso su voz será siempre necesaria, aun en la sociedad más sana y libre. La crítica es una labor que no conoce final.
Acaso el verdadero intelectual está destinado a ser un francotirador que yace en los márgenes de la vida social, no sólo porque su actividad requiere sosiego alejado del tráfago de los asuntos públicos, sino porque representa una figura radicalmente incómoda. Lo es para el Gobierno y la oposición, las izquierdas y las derechas, los pocos y los muchos. Y esto es algo bueno: significa que su labor ha sido fructífera y genuina.
El reemplazo del intelectual por los “influencers”, los futbolistas aspirantes a directores de conciencia, las estrellas de cine vueltos filósofos y, en general, por las personas de la farándula convertidas en críticos sociales y políticos —por no hablar nuevamente del apogeo del propagandista disfrazado de intelectual—, es un rasgo distintivo de nuestra época, la era del espectáculo y la (des)información. Por fortuna, todavía hay en México e Iberoamérica no pocos lúcidos y valerosos miembros de esa especie casi extinta que se dedica a defender el poder de las ideas, la cultura libresca y el ejercicio de la libertad: el intelectual público democrático.