Crimen, sotanas y juventud: el nuevo rostro del catolicismo en el cine
Recientemente, Netflix adquirió los derechos de la franquicia de misterio Knives Out por 400 millones de dólares, confirmando el lugar que estas películas han ganado dentro del cine contemporáneo. Dirigida por Rian Johnson, la saga debutó en 2019 con un éxito inesperado y continuó en 2022 con Glass Onion. En diciembre de 2025 se estrenó la tercera entrega, Wake Up Dead Man, nuevamente protagonizada por Daniel Craig como el detective Benoit Blanc.
La estructura que Johnson lleva a la pantalla remite al clásico “crimen imposible”: un asesinato cometido en circunstancias aparentemente irresolubles, heredero tanto del juego de mesa Clue como de la tradición literaria de Agatha Christie, Edgar Allan Poe o John Dickson Carr. Entre ingenio, comedia y secretos cuidadosamente dosificados, Blanc conduce al espectador por un rompecabezas que no concede descanso hasta que el misterio se resuelve. Sin embargo, en esta ocasión, el verdadero enigma no está únicamente en descubrir al asesino, sino en el espacio simbólico donde el crimen ocurre.
Wake Up Dead Man se desarrolla en una iglesia de arquitectura gótica, con vitrales, sotanas y una comunidad católica como telón de fondo. El asesinato de Monseñor Jefferson Wicks, párroco de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en un pequeño pueblo del estado de Nueva York, sacude a los pocos feligreses que aún asisten cada domingo. El principal sospechoso es el padre Jud, un joven sacerdote exboxeador recién trasladado a la parroquia como castigo por haber golpeado a un diácono. Todo apunta a un crimen imposible que solo la intervención de Blanc puede esclarecer.
Que la historia se sitúe en una iglesia no es casual. En los últimos años, distintos medios han comenzado a hablar de lo que El País llamó “el giro católico”: una recuperación de la estética, los símbolos y el imaginario del catolicismo en el arte y la cultura popular, sin que ello implique necesariamente fe, práctica religiosa o adhesión institucional. Este fenómeno, visible tanto en el cine como en la música -con figuras como Rosalía-, se permite mirar de nuevo los signos que han fundado la cultura occidental, ya no desde la devoción, pero tampoco desde el rechazo automático.
Se trata de una mirada externa, incluso crítica, que reconoce en el catolicismo una reserva estética, moral y simbólica todavía fértil. No desde las bancas del templo, sino desde la distancia de quienes crecieron escuchando que la Iglesia era una institución caduca, autoritaria o corrupta, y que, aun así, descubren en sus imágenes una belleza que sigue interpelando. La atracción no pasa por la obediencia ni por el miedo, sino por una curiosidad que busca comprender por qué estos símbolos han sobrevivido siglos de historia.
En este contexto, el contraste entre el padre Jud y Monseñor Wicks resulta revelador. Jud representa una vocación elegida: joven, incómodo, con una historia personal que lo llevó a la Iglesia por convicción y no por herencia. Wicks, en cambio, encarna una autoridad rígida, heredada, sostenida más por el peso de la sotana que por la coherencia de vida. No es difícil entender por qué el asesinato despierta sospechas múltiples: los pocos fieles que permanecen cargan motivos suficientes para desear la muerte de un hombre que acusa, somete y gobierna desde una autoridad moral vaciada.
La llegada de Jud no es bien recibida precisamente por eso. Su juventud y su convicción lo llevan a cuestionar las formas calcificadas de una comunidad acostumbrada a obedecer sin preguntar. Como ocurre en tantas dinámicas familiares y sociales, los mayores llaman insolentes a los jóvenes que se atreven a señalar que algo ya no funciona. Pero es solo a través de ese cuestionamiento -de esa exigencia de justicia y coherencia- que las estructuras pueden transformarse.
Por eso, el giro católico no es únicamente una recuperación estética, sino también un ajuste de cuentas histórico. Desde la proclamación de la “muerte de Dios” en el siglo XIX, la Iglesia ha acumulado rechazos marcados por contextos nacionales específicos: una España atravesada por el franquismo y la imposición religiosa, o un México forjado por persecuciones cristeras y un laicismo constitucional que aún hoy desconfía de cualquier expresión religiosa en el espacio público. El tiempo ha pasado, y con él la posibilidad de una mirada menos reactiva.
Hoy, una nueva generación se permite revisar esa institución milenaria sin imposiciones ni terror al infierno. No para absolverla automáticamente, pero tampoco para descartarla sin matices. Wake Up Dead Man resulta inquietante porque se inscribe en un momento histórico distinto: uno en el que la Iglesia deja de ser un objeto de obediencia o de escándalo para convertirse en materia de exploración cultural. Desde ahí, lo católico reaparece no como imposición ni como refugio, sino como un territorio simbólico que una nueva generación se permite recorrer sin miedo y sin consignas.