Ya estuvo, o tal vez no
Es obvio, para unos y otros, que lo urgente, lo perentorio, es tener candidatas y candidatos que puedan ganar la elección. La que sea, la que tiene como premio la Silla del Águila, alguna de las nueve gubernaturas que en 2024 estarán en las catafixias, las diputaciones, senadurías y presidencias municipales. Se buscan políticos que sepan meter votos en las urnas, bienvenidas y bienvenidos también los ciudadanos, políticos de ocasión, que conozcan de lucir en las encuestas (de preferencia con algo de presupuesto, más bien mucho). Y que comiencen las hostilidades, nunca mejor aplicado el término, que la patria se engrandece cuando la democracia -bueno, una peculiar idea de ella- toma el control del debate público y del erario. Doscientos trece años de Independencia y al fin México está en condiciones de ser parte del concierto, atonal, de las naciones civilizadas.
Lo que se hace a un lado es el día después, no de los comicios, el día después de las muy naturales reyertas por las inconformidades que acarrean los resultados, que no son sino muestra de la incertidumbre que es consustancial a la búsqueda del poder; el día después ya que unos apechugaron, ya que otros ostentan su constancia de mayoría; el día después cuando, ni modo, los ganadores deben sumergirse en el misterio constante que es (para ellas y ellos) gobernar. Los que fueron rutilantes candidatos, mujeres y hombres, pieza ornamental de bardas, de espectaculares, generosos oferentes de todo tipo de bondades (posibles e imposibles) quedan, el día después, como sobrevivientes de una bacanal: despeinados, con el maquillaje corrido (mujeres y hombres) y con la apostura diluida. Nadie les dijo, aunque cualquiera lo sepa, que triunfar en las urnas es al mismo tiempo entrar a la dimensión escabrosa de la realidad, en donde la gente, muchísima, es asesinada; en donde a las personas, muchísimas, las desaparecen; en donde eso de abrir la llave y que salga agua es ficción; en donde detrás de cada arbusto hay una célula de criminales haciendo suyo el territorio, aplicando exacciones; en donde la pobreza verdadera, no la que los asesores delinearon en los discursos de campaña, la que usaron para adornar frases de mercadotecnia, acompaña la vida de decenas de millones para imponerles hambre y sustraerlos de los servicios de educación y salud; donde quienes hacen empresa, chica, mediana o grande, formal e informal, permanecen, según el mejor ejemplo del teatro del absurdo: en espera de un Godot que nunca llega, las condiciones de seguridad y legales que les permitan hacer lo suyo sin más sobresaltos que los correspondientes a su iniciativa; donde las mujeres aguardan ser tomadas en cuenta como iguales. Ésa, la realidad que algún perverso inventó nomás para incomodar ganadores de las elecciones, la que suponen poner en receso mientras pasa la persecución de votantes.
¿Habremos aprendido la lección? La respuesta simple es: no, nos arrastra cada seis años, cada tres con menos intensidad, el tsunami de novelería política que se crea a partir de la repetición enfermiza de lo que sólo atañe a la competencia partidista. La respuesta compleja es: la potencial lección se diluye frente a uno de los recursos más humanos: la esperanza; la que antes consistía en desear que al fin llegara quien resolviera los problemas, nomás por eso, porque tendría el mando y porque la esperanza es la última en morir. Sólo que, tal parece, hasta la expectativa se ha contraído, lo que ahora ocupa las conversaciones sobre el porvenir político tiene que ver con dos posturas: que Xóchitl venza a Claudia y viceversa, a partir de dos hipótesis fundamentales, que López Obrador recibirá, a través de su fracaso electoral, merecido pues es el peor presidente de la historia, insisten sus malquerientes; la otra tesis consiste en que la cuarta transformación no debe interrumpirse por el bien de sí misma: la transformación autorreferencial. Y del mismo modo en los estados en los que habrá muda de gobernadores, en los municipios, en el Congreso y los congresos locales: que se alcen con la recompensa unos para que no lo hagan sus oponentes por el mero gusto de la competencia, y por el placer efímero de que unos vean postrados a los otros.
Y ponemos al margen la cuestión central, relacionada con el ya descrito día después: Claudia, Xóchitl, Pablo, Clemente, Alberto, Verónica, Laura, etc. ¿Tienen lo necesario para gobernar bien según los parámetros de la gente? En medio de esa terca que llamamos realidad, la que las elecciones no cancelan. Sus antecedentes en el servicio público, como personas en plan de ser ciudadanas ¿son prueba de su capacidad? ¿Son cimiento sólido de la imbatible esperanza?
Lo que respondamos sobre cada una, sobre cada uno, puede ser desquiciante y para rehuir las evidencias negativas mejor nos montamos en el juego: no salgamos con detalles que no ayudan a lo importante, que unos ganen y otros pierdan, luego ya se verá… cosa que, lo sabemos, nunca veremos. La satisfacción por haber vencido es efímera y en términos de enfrentar los problemas que tenemos, aunque fuera de más duración, la mayor cantidad de votos es fuego fatuo frente a lo tanto por resolver, además, es verdad, frente a lo tanto bueno por apuntalar y que, lo estamos padeciendo, puede derruirse en un lustro.
Las candidatas, los candidatos, con excepciones, claro, y los partidos, se sienten confortables en la inercia de esto que es nuestra democracia: dinero no les falta, predominan en ciertos ámbitos de lo público y detentan un trozo de poder personal, por eso su petición es de una simpleza casi insultante: vota por mí porque no soy el otro, y el día después comenzaremos a prepararnos para los comicios siempre por venir.
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