Ideas

Queridos médicos

Desde la época de don Justo Sierra, cuando se realizó la primera y quizá más significativa reforma educativa de las que se tenga memoria, las carreras profesionales por antonomasia en nuestro país eran Farmacia y Jurisprudencia. No eran las únicas, claro, pues las ingenierías descollaban: estaba la civil, la ingeniería minera, los agrimensores, las Escuelas de Artes y Oficios; pero casi siempre las vocaciones se orientaban a lo que hoy son las carreras de Leyes y Medicina.

Casi todo mundo quería ser médico o abogado. Hoy día, por fortuna, se ha diversificado enormemente la oferta educativa y tenemos carreras altamente especializadas, acordes al avance de la tecnología. Qué bueno, porque, además de brindar Escuelas, Institutos y Universidades otras carreras aparte de las clásicas de Medicina, Derecho e Ingeniería, contribuyen a aligerar la saturación que tradicionalmente han tenido.

Viene a colación el tema por un correo que recibí de un estimable lector, en el que me pedía que compartiera con ustedes algunos recuerdos de médicos y abogados de la comarca; muy difícil hacerlo, porque necesariamente tendré involuntarias y muy significativas omisiones, por lo que desde ahora ofrezco mi sincera disculpa por ello, ya que, aunque mencionaré algunos nombres de discípulos de la ciencia hipocrática, mi relato no será para nada exhaustivo.

Vamos a darle. Primero, con los médicos. Muchos médicos han sido ampliamente conocidos y reconocidos, tanto, que muchas calles e instituciones tienen orgullosamente su nombre como justo reconocimiento de la sociedad a su valiosa entrega. Personas muy queridas y admiradas.

Para ello consulté una obra indispensable en cualquier biblioteca o repositorio, escrita por el doctor Raúl Vargas López junto con el doctor Horacio Padilla Muñoz y los maestros Alicia Almanzor Curiel, Rosa Elizabeth Sevilla Gómez y Luis Rogelio Valadés Gill, libro intitulado Forjadores de la salud en Jalisco, vida y obra, editado en 2006 por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado y la Universidad de Guadalajara.

Los autores tuvieron a bien aglutinar en su obra nombres, vida y obra de destacados personajes, cuya lista encabeza el extraordinario benefactor de la ciudad, el ilustre obispo fray Antonio Alcalde y Barriga, cuya obra pía lo va llevando paso a paso a los altares; a él le siguen, entre otros, Antonio Ayala, Joaquín Baeza Alzaga, Jesús Delgadillo Araujo, Luis Farah, Juan I. Menchaca, Roberto Mendiola, Roberto Michel Ramírez, Alfonso Manuel Castañeda -que mucho tiempo colaboró en estas páginas de EL INFORMADOR-, Delfino Gallo, José Barba Rubio, el propio Horacio Padilla Muñoz, Enrique Estrada Faudón, Mario Rivas Souza -inolvidable maestro de Medicina Legal en la Escuela de Leyes de la UdeG-, y le podría agregar a otros médicos que he tenido la fortuna de conocer, como Luis González Aréchiga, Miguel Fernández, Miguel Quezada Ochoa, Ismael González Lomelí, Rosalío Hernández, Roberto Rentería, el eminente neurólogo doctor Patarroyo, Jesús Ramírez Mota Velasco y muchísimos más que no puedo mencionar por dos razones: mi mala memoria y la falta de espacio. Pero para todos, enlistados o no, vaya mi reconocimiento, aprecio y agradecimiento.

Los médicos de antaño no solo atendían en sus consultorios: iban a domicilio. En sus recetarios venía impreso, además del domicilio y teléfono de su consultorio, el particular; hoy no es usual que nos proporcionen su número celular y, mucho menos, el de su casa.

En la puerta de su domicilio particular casi siempre estaba una placa de latón con su nombre y su especialidad, algo impensable hoy día, básicamente por la enorme inseguridad que tenemos y también por los abusos de muchos que, en lugar de solicitar la cita para que los atendieran en su consultorio, iban directamente a su casa sin respetar sus descansos.

Eran estupendos diagnosticistas. Desde que llegaba el paciente al consultorio, veían los signos patognomónicos y sabían casi siempre diagnosticar certeramente, salvo raras ocasiones en que recurrían a estudios laboratoriales o radiológicos; cuando no eran tan difundidas las medicinas de patente, hacían sus recetas con base en los compuestos químicos para llevarlas a las boticas (en otra página las recordaré) donde las preparaban, y el alivio era rápido y seguro. Aparte, tenían la atención de llamar al paciente o a los familiares para averiguar cómo iba respondiendo al tratamiento. ¡Esa es dedicación y entrega!

Iban a domicilio cuando eran requeridos; la cuota era apenas un poco mayor de lo que cobraban en su consultorio. Cuando había un enfermo en casa y escuchábamos el timbre y lo veíamos en la puerta con su maletín, ya sentíamos alivio tanto el enfermo como los familiares. En mi casa, cuando llegaba, mi mamá siempre decía: “¡Bendito sea Dios, ya llegó!”. Y eran recibidos siempre con alegría, esperanza y agradecimiento.

En sus maletines de piel de forma ovoidal, llevaban de todo: martillito para el reflejo patelar, lámpara de exploración que se colocaban en la frente, estetoscopio, baumanómetro, termómetro, oftalmoscopio, otoscopio, espéculo, así que la valoración del paciente era completa. Incluso llevaban sus propias jeringas en estuches de acero, que se ponían a hervir para esterilizarlos; las agujas eran también de acero y los émbolos de vidrio, por si se necesitaban, y llevaban, además, su dotación de analgésicos, botiquín de primeros auxilios, vendas, violeta de genciana, curitas… en fin, un sanatorio portátil.

Pacientemente examinaban al enfermo, lo diagnosticaban, le daban siempre buen pronóstico y le daban palabras de aliento y esperanza. Aun antes de tomar el primer polvito, jarabe o gotitas, ya estaba sintiéndose el alivio.

El fantasma del espacio se cierne sobre mi relato y no quiero concluirlo sin agradecer a todos los médicos su pasión, su entrega, su amor al prójimo, sus sacrificios. Queridos médicos, muchas, muchas gracias por tanto y aquí los espero el próximo domingo en EL INFORMADOR, si Dios me lo permite.

lcampirano@yahoo.com

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