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Moverse en la ciudad, estar en la ciudad

Es algo vital, se sabe, para un organismo: es la misma circulación de la sangre, del oxígeno y los nutrientes esenciales que aseguren su supervivencia. Por su misma naturaleza, la ciudad es el sitio de los intercambios: de contacto humano, de servicios y mercancías, de aprovisionamiento y de libre tránsito para realizar todas estas actividades. De allí la distinción entre los espacios privados y toda la red necesaria de espacios públicos para la movilidad de la población.

Sin embargo, la urgencia que debe ser cotidianamente atendida del libre flujo por los tejidos citadinos, y el gradual y acentuado aumento de esta función por los medios automotores tiende a nublar otro de los objetivos, y el más importante, de los espacios públicos: estar en la ciudad, convivir con otros ciudadanos, apropiarse individualmente de los ámbitos comunes. Esta sencilla operación la realiza cada peatón que ejerce su soberanía esencial sobre la ciudad.

La urbe, sus espacios comunes, no son solamente las vialidades que permiten la circulación. Van mucho más allá: cada banqueta, rinconada, plaza o plazuela, jardín o parque, es un componente integral del sistema que permite la vida comunitaria. Los tiempos que corren, con su preeminencia del tráfico automotor, el mismo volumen de su presencia, el alto impacto que causa, tienden a hacer olvidar que todos los espacios públicos, incluida la tantas veces saturada trama de vías automotrices, tienen un dueño insustituible: cada habitante de la ciudad.

Pero la confusión persiste, y la población, ante el intenso embate del tráfico rodado, de los espacios destinados al automóvil, tiende a replegarse y a ejercer una menor primacía en los entornos que le pertenecen. De allí la imperiosa necesidad de no perder de vista este hecho, de ejercer el derecho y la responsabilidad para mantener una habitabilidad razonable en los ámbitos comunes. De incrementar esa presencia, de hacer de la calle, de sus banquetas, de todo espacio abierto, lugares inviolables y respetados.

Con la inercia negativa de la invasión de los autos en el espacio público, y de las banquetas en particular, se iniciaron una plausible serie de acciones para lograr su respeto y preservación. Las banquetas no son solamente franjas de tránsito peatonal: son el acceso natural a viviendas y todo tipo de fincas, y sobre todo, son lugares de encuentro e intercambio entre vecinos o transeúntes. Son lugares que, como afortunadamente sucede en muchos rumbos citadinos, deben de propiciar la estancia y la cotidiana afirmación de una sana habitabilidad.

Se ha dicho que las banquetas tienen más que ver con las plazas que con los arroyos vehiculares que usualmente las bordean. Las tendencias de la movilidad gradualmente deberán ser racionalizadas; de esta manera el peatón recobrará la vigencia como el actor fundamental que da vida y sentido a la ciudad.

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