El tábano Enrique Serna
En un medio literario e intelectual lleno de arrogancia e imposturas, es común creer que para escribir hace falta ser oscuro y pedante, o que el escritor debe vivir del relumbrón, la frivolidad, el glamour y el servilismo, y vender el silencio o la lisonja a los poderosos o a las masas.
Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, 2013) es un ensayo de Enrique Serna que desmantela —siguiendo los mecanismos dinamiteros de su maestro Nietzsche— “el viejo egoísmo de las castas sacerdotales”, siempre renovado, y “la soberbia que viene aparejada con la erudición, la capacidad analítica o la destreza verbal”. Pocos escritores como Serna se atreven a denunciar que “los hábitos mentales de los antiguos sacerdotes perviven en el alma del intelectual moderno” y que la república de las letras y las ideas está plagada de mezquindades y pillerías (véase su novela El miedo a los animales).
Serna hace, por otro lado, una exhortación saludable a la madurez moral e intelectual del público mexicano. Nos dice: supera ya tu pereza mental. Rechaza “el populismo hipócrita de las cadenas televisivas”, que te adulan mientras te embrutecen. Esfuérzate por ampliar tus horizontes culturales para dejar de ser hombre-masa y convertirte en individuo. Un valeroso llamado en la era de los demagogos (o, lo que es casi igual, influencers), y los videos de TikTok.
Escritor independiente, directo, mordaz, irónico, distendido —y que navega con solvencia por los más variados campos, que van de la filosofía y las letras hasta la historia de las religiones y las artes plásticas—, Serna es una de las voces más lúcidas de la literatura mexicana. Sus novelas son amenas y formalmente redondas. Sus ensayos y columnas de opinión dejan clara su filiación ideológica: no la izquierda ni la derecha, sino el compromiso con el aguijón crítico de la inteligencia. Por ello no teme a la incorrección política ni a socavar polémicamente —mas siempre con rigor— tanto al movimiento woke como al populismo de Trump, tanto al Gobierno mexicano como a la oposición.
Como buen neoilustrado, Serna siente horror por la ignorancia. Pero, a diferencia de herméticos y petulantes, no desea erradicar a la plebe ni ser adulado por ella. Desea educar a la gente. De ahí su terquedad kantiana por alentarnos a usar nuestro propio entendimiento. De ahí su prosa transparente, fluida, elegante, obra no sólo de una aguda capacidad analítica y una refinada sensibilidad literaria, sino de una vocación democrático-moral por extender la cultura a todos los estratos de la sociedad.
Serna es, en suma, un heredero de Sócrates, “un partero de conocimientos, no un maestro que apabullaba a los alumnos con su erudición”. Fustigador implacable de toda retórica colectivista, Serna cree fervientemente en la dignidad del individuo y que “el pueblo está dotado para llegar por sí mismo a la verdad y la belleza, sea cual sea su grado de cultura libresca”. Si nos exhorta y critica de continuo, es porque confía en nosotros, en nuestro juicio moral y estético, en nuestra capacidad verbal e intelectual.
Su Genealogía nos recuerda que la ignorancia es un medio para la opresión política y religiosa (“Durante más de un milenio, los asistentes a las misas católicas oyeron latinajos que les infundían pavor o respeto, sin conocer su significado”). Que el vicio capital del escritor consiste en renunciar a transmitir ideas y emociones para reafirmar con soberbia narcisista su propio sentimiento de superioridad moral ante el público. Y que, como sostenía la paideia griega, la excelencia humana está al alcance no sólo de las élites sino de cualquiera que persevere en ella.