El espejo del tirano: cuando el poder desata tus demonios
El poder no transforma a nadie. Solo quita los filtros, desnuda lo que estaba dormido y amplifica lo que ya habitaba en la sombra.
El déspota ya existía antes del trono; el trono solo le dio micrófono, luces y aplausos.
Por eso el poder no corrompe: revela lo que realmente eres.
Quien asciende sin haberse conocido lleva sus grietas en el alma como bombas latentes. Una vez arriba, esas bombas explotan en forma de psicopatologías magnificadas: el narcisismo se vuelve delirio, la inseguridad se transforma en autoritarismo, la ansiedad se convierte en control obsesivo. Y entonces el poderoso deja de gobernar el mundo para empezar a gobernar su fantasía.
Como advirtió Lord Acton, el poder absoluto no solo corrompe absolutamente: enloquece progresivamente. Porque el poder actúa como un espejo deformante que devuelve siempre una imagen grandiosa.
“Es la hora que tú quieras que sea”, susurra el séquito.
“Dime, espejo, ¿quién es el más poderoso y hermoso del reino?”.
Y el espejo, hecho de aduladores, responde al unísono: “Tú, mi señor. Tú siempre tienes la razón”.
El psicólogo Dacher Keltner, especialista en emociones del poder, lo explica con claridad: cuando alguien alcanza posiciones de dominio prolongado, se debilitan sus circuitos de empatía. Es decir, literalmente pierde la capacidad neurológica de sentir al otro. A la vez, se refuerza su impulso de recompensa: el cerebro se habitúa a ser venerado y deja de tolerar la contradicción.
El poderoso entra en abstinencia cuando alguien no lo adula.
Así, a su alrededor se forma una corte de moscas del ego: los que viven del olor de su poder, los que se alimentan de su brillo, los que aplauden aunque no haya música.
Son los guardianes del delirio.
Y cuanto más aplauden, más sordo se vuelve el tirano.
Hasta que la verdad se convierte en una ofensa personal y la realidad, en una herejía.
Por eso el poder no es un don, sino una prueba psicológica de fuego: si tienes alma débil, se funde; si tienes ego inflamado, estalla.
Solo quien domina su sombra puede sostener una antorcha sin incendiarse las manos.
Porque el poder no está afuera: está dentro, esperando amplificar tus luces o tus monstruos.
Y cuando no hay humildad, el eco de los aduladores se convierte en el canto fúnebre de un alma que ya no escucha nada, ni siquiera su propia conciencia.