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Viejos policías
Quizá Don Chema no fue el mejor en su trabajo en los tempranos ochenta, pero dejó varias historias al partir
GUADALAJARA, JALISCO (26/OCT/2014).- Don Chema, el primer policía al que conocí por nombre en la vida, no era precisamente un Sherlock Holmes ni un Robocop pero se las arregló para salir vivo de una época de incidentes violentos (los primeros 80, en un barrio vecino de Chapalita), en la que varios de sus compañeros cayeron en asaltos, fuegos cruzados y hasta emboscados en un módulo de vigilancia que aún existe por la calle de San Francisco. Don Chema tenía una serie de rutinas que en aquel entonces, a mis cinco años, me parecían normales y que ahora no concibo sino como producto de una época muy cándida y ya olvidada. Por ejemplo, cerca de la Navidad y en vísperas del día de la llevada de la virgen a Zapopan, el viejo pasaba de puerta en puerta para solicitar dinero entre los vecinos. No era para él, decía, sino para los juguetes de sus nietos o para apoyar a un pariente que venía de quién sabe dónde a la Basílica sin dinero ni para tortillas.
Alguna vez, cosa incluso más rara, pasó Don Chema vendiendo perfumes que una hija suya traía de Estados Unidos. Varios lo acusaban, recuerdo de algunas conversaciones sostenidas con mi madre a través de la reja, de cuentero, de holgazán y hasta de borrachito. Yo jamás lo vi bebido ni fuera de sus cabales, hasta donde sé, pero tampoco es que luciera precisamente el uniforme (tenía una de esas panzas construidas a fuerza de cerveza y botanas que no había camisa que metiera en cintura) ni que se le conocieran arranques heroicos en defensa de la comunidad.
Una mañana, un vecino de dos puertas abajo despertó con ideas bastante nebulosas y singulares sobre la realidad y tuvo a bien salir a correr a la calle en cueros. Pues bien: Don Chema corrió tras él, se sofocó a los pocos metros, rodó por los suelos y tuvieron que ser los recolectores de basura, milagrosamente presentes, quienes le metieran zancadilla y detuvieran al orate, que reía y se complacía en poner en fuga a las amas de casa y abuelas que barrían la banqueta a su paso agitando lo que una vecina histérica llamaba “sus vergüenzas”. “Ora sí que se vio mal”, le reprochó otra vecina cuando, cerúleo del esfuerzo, Don Chema alcanzó a la pequeña multitud reunida y le entregaron al encuerado, cubierto por una sábana y maniatado. El policía frunció el ceño y se excusó: “Es que tengo malo el páncreas desde hace años”.
No recuerdo, francamente, que nadie lo acusara de mostrarse amenazante o autoritario. Una tarde salí con mis hermanos a la tienda y allí lo vimos, encaramado en la ventana de su módulo de seguridad, intentando alcanzar las llaves olvidadas con un ganchito, a través de la celosía, mientras sus compañeros, dos jóvenes de bigotito montados en bicicletas, lo miraban demudados, con las manos llenas de bolsitas de chicharrones y cascos de refresco. “Salieron a la tienda todos y el aire les cerró la puerta”, se quejaba una viejita al otro lado de la calle. “Y esos son los que nos cuidan…”.
La historia, al menos la parte que conozco, terminó poco después: unos bandidos (eso se dijo) llegaron al módulo una noche y dispararon contra todo lo que se moviera. Don Chema ya se había marchado a dormir. Sus compañeros murieron ahí. El policía de barrio hizo un último recorrido, días más tarde, para anunciarnos que renunciaba y se iba a su pueblo de quién sabe dónde, que aquello ya no era la vida que él conoció. Dolido, sombrío, pidió dinero de puerta en puerta y se fue.
Hoy, que episodios repulsivos como el secuestro armado de estudiantes en Iguala, Guerrero, y el asesinato de un estudiante de la UdeG al que se vio por última vez detenido por policías de Guanajuato son cosa de todos los días, recuerdo la frase con que Don Chema salió del servicio y de nuestras vidas: “Prefiero que se rían de mí a que me tengan miedo”. Sabio, el viejo.
Alguna vez, cosa incluso más rara, pasó Don Chema vendiendo perfumes que una hija suya traía de Estados Unidos. Varios lo acusaban, recuerdo de algunas conversaciones sostenidas con mi madre a través de la reja, de cuentero, de holgazán y hasta de borrachito. Yo jamás lo vi bebido ni fuera de sus cabales, hasta donde sé, pero tampoco es que luciera precisamente el uniforme (tenía una de esas panzas construidas a fuerza de cerveza y botanas que no había camisa que metiera en cintura) ni que se le conocieran arranques heroicos en defensa de la comunidad.
Una mañana, un vecino de dos puertas abajo despertó con ideas bastante nebulosas y singulares sobre la realidad y tuvo a bien salir a correr a la calle en cueros. Pues bien: Don Chema corrió tras él, se sofocó a los pocos metros, rodó por los suelos y tuvieron que ser los recolectores de basura, milagrosamente presentes, quienes le metieran zancadilla y detuvieran al orate, que reía y se complacía en poner en fuga a las amas de casa y abuelas que barrían la banqueta a su paso agitando lo que una vecina histérica llamaba “sus vergüenzas”. “Ora sí que se vio mal”, le reprochó otra vecina cuando, cerúleo del esfuerzo, Don Chema alcanzó a la pequeña multitud reunida y le entregaron al encuerado, cubierto por una sábana y maniatado. El policía frunció el ceño y se excusó: “Es que tengo malo el páncreas desde hace años”.
No recuerdo, francamente, que nadie lo acusara de mostrarse amenazante o autoritario. Una tarde salí con mis hermanos a la tienda y allí lo vimos, encaramado en la ventana de su módulo de seguridad, intentando alcanzar las llaves olvidadas con un ganchito, a través de la celosía, mientras sus compañeros, dos jóvenes de bigotito montados en bicicletas, lo miraban demudados, con las manos llenas de bolsitas de chicharrones y cascos de refresco. “Salieron a la tienda todos y el aire les cerró la puerta”, se quejaba una viejita al otro lado de la calle. “Y esos son los que nos cuidan…”.
La historia, al menos la parte que conozco, terminó poco después: unos bandidos (eso se dijo) llegaron al módulo una noche y dispararon contra todo lo que se moviera. Don Chema ya se había marchado a dormir. Sus compañeros murieron ahí. El policía de barrio hizo un último recorrido, días más tarde, para anunciarnos que renunciaba y se iba a su pueblo de quién sabe dónde, que aquello ya no era la vida que él conoció. Dolido, sombrío, pidió dinero de puerta en puerta y se fue.
Hoy, que episodios repulsivos como el secuestro armado de estudiantes en Iguala, Guerrero, y el asesinato de un estudiante de la UdeG al que se vio por última vez detenido por policías de Guanajuato son cosa de todos los días, recuerdo la frase con que Don Chema salió del servicio y de nuestras vidas: “Prefiero que se rían de mí a que me tengan miedo”. Sabio, el viejo.