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Recorriendo el espacio real: tres textos espaciales
Tres espacios que son producto de arquitectos; espacios que se concibieron en idea y papel, pero que conforman una realidad edificada
“¿Para los fines de la poesía, de qué me sirve la sola emoción si no sé expresarla? ¿Y de qué les sirve a los demás, si no acierto a comunicarla,a transmitir hasta ellos la corriente, que a su vez, los ponga en emoción?” (1), Alfonso Reyes
Esto que escribo no existe para demostrar mi capacidad descriptiva, ni siquiera para que a fin de cuentas, después de mi propia búsqueda teórica sobre la arquitectura en la literatura, consiga divertirme con palabras nuevas que hablen de espacios llenos de vitalidad. La magia del “espacio real”, en los tres textos que aquí se presentan, radica en el simple redescubrimiento de lugares que para alguien acaso resulten conocidos y que más que con la mirada, serán conquistados por su fantasía, guiada solamente por un manojo de palabras acomodadas atinadamente.
Seleccioné tres espacios que son producto de arquitectos; espacios que se concibieron en idea y papel, pero que conforman una realidad edificada. Son ejemplos distintos que tratan de abarcar las tres posibilidades arquitectónicas que considero: la ciudad, el paisaje y el refugio. Son textos de mi experiencia y considero que son excelentes ejemplos de arquitectura para mis descripciones.
Ciudad silente
Brasilia, 3 de agosto de 2003
Estoy plantada aquí, por ninguna razón. Si abro los ojos, me atemorizo. No hay ningún aroma, ningún sonido y me revelo aquí, tan diminuta. No es el caso de criticar la esencia de sentirse Dios y querer manipular al ser humano: la vida, sólo de describir esta experiencia desconcertante.
El cielo es el más azul que alguna vez haya contemplado, con esas nubes tan pintorescas, ideales para una fotografía. Curiosamente, preferiría que la copa de algún árbol me impidiera ver el sol, porque me abruma. El verde aquí no existe, es una escena monocromática si consideramos que el blanco de todos los edificios es luz; sólo queda de nuevo el azul del cielo.
Una zona tan árida, que se me antoja que llueva; los pocos tapices de césped, se ven tan sedientos. Y sigo aquí, completamente sola. De vez en cuando algunas personas extraviadas como yo, caminan por estas plazas hechas para la nada. Mi persona no pertenece aquí. Explanadas para el sol, si acaso para la sombra de las nubes.
Plazas descomunales, autopistas extraordinariamente rápidas y eficientes, así como una legión de colosales edificios monocromáticos perfectamente ordenados que distraen mi mirada envuelven este espacio, que sigue sintiéndose terriblemente desamparado. Un desierto arquitectónico.
Quiero avanzar y no hay rumbo. Las calles me llevan a otras calles igual de deshabitadas. Las explanadas no tienen dirección, no puedo recorrerlas porque llevan a ningún lado y a todos a la vez.
Los edificios son iguales entre sí, sólo destacan algunos: la catedral, el palacio legislativo y el ejecutivo. Parecen indestructibles. Bloques inmensos capaces de contener un millar de personas, que parecen no habitar aquí. Arquitectura grandiosa, edificada directamente por algún dios: sólo así es posible concebir esta escala.
El tiempo transcurre lentamente, porque aquí lo único que pasa es el viento. Los edificios abismalmente separados entre sí, dejan al viento apropiarse del espacio. Brisas silenciosas: no hay pájaros, ni hojas de árboles meciéndose y clamando por agua. Sí, el silencio y el viento son los que poseen a Brasilia. No existen las voces ni el llanto. La música me parece un recuerdo inventado. Es el silencio más terrible, un silencio tibio que no ensordece, al contrario me obliga a callar.
Serpentina ascensión al edén
Paseo de los duendes. Colonia del Valle, Monterrey, Nuevo León
Es un sábado por la tarde; es mayo. Las anchas avenidas de la colonia del Valle arden tanto, que se deshacen en un plasma vorágine. Toda la ciudad de Monterrey es capaz de consumir los cuerpos a fuerza del sudor.
Y ahí, en medio de aquel ardor, se abre paso un camellón amplísimo poblado de frondosos árboles que invaden sin decencia alguna el cielo de la amplia alameda. Una densa cubierta de naturaleza agrada el ambiente, creando un hábitat que relega el clima abrumador de mayo.
Bajo la fronda de los árboles, ahí donde el sol no penetra, hay un camino serpenteante que nace de la nada y avanza a poco, sin prisa. El suelo de concreto blanco es lo suficientemente amplio para dos personas que caminan, a veces trotan o son jalados en sus patines por algún canino que se deleita por el relajado paseo.
A cada paso de los deportistas que transcurren por aquel camellón, se desdobla más y más la ondulante vereda nívea. Y sin previo aviso, pero sin sobresaltos, en un instante se descubre aquella obra inesperada: el camellón se desvanece. Una sutil ascensión al cielo, el concreto se eleva lentamente hasta alcanzar la clamada gloria, para al fin descender en una rotonda, igual de arbolada y musicalizada por el canto de los pájaros que la rondan, donde concurren una terna más de macizas serpentinas cuesta a las nubes.
La gente camina, discurre, conversa, ejercita, ríe, convive... disfruta. Una ilusión en medio del barullo de la bochornosa ciudad. Un anhelo latente de conseguir tocar la bóveda celeste, una pendiente babilónica que paradójicamente les une.
Casa museo para Diego Rivera y
Frida Kahlo: morada del recuerdo
Calle de las Palmas 81, San Ángel, Ciudad de México
Habito aquí, a destiempo. Dos casas componen este hogar dividido, unido solamente por un puente. Morada de recuerdos y de visiones; es un espacio vacío que no soy capaz de apropiar. Estoy aquí ahora, de paso. Aquí ya no vive nadie.
Estoy en un estudio espacioso y bien iluminado, el cielo raso simula un techo industrial: dientes de sierra que intercalan parasoles con barro-
blocks aparentes. Hacia el norte hay un ventanal a todo lo largo y ancho de la pared. Un hueco inmenso, si consideramos la amplitud de aquel espacio, que nos regala una decente panorámica de los alrededores. Aquí pintó Diego Rivera, y en una salita que conforma una especie de tapanco, seguramente se sentó a leer o conversar. Aquí están sus cuadros, sus pinceles, su caballete, su silla; aquí ya no está él. Estoy yo, y está alguien más, pero ambos venimos sólo de paso.
Avanzo hacia la otra casa. Bajo por una escalera de caracol y llego a una explanada que está cercada por unos altos cactus perfectamente formados. Mis pasos no se silencian, se escucha el contacto constante de mis zapatos con la grava suelta del piso. Un trayecto delicioso, entre las sombras de los bloques que conforman las casas, los espontáneos rayos del sol que se arremeten entre los volúmenes y el crujido de mis pisadas.
Descubro en la otra casa una breve escalera, oculta debajo del volado que conforma un estudio. Trepo por aquella hacia la vivienda levantada por esbeltas columnas de concreto, y me topo con una salita sencilla, iluminada con una ventana modesta. Recorro la salita y llego al estudio. Éste espacio que es rodeado en tres de sus cuatro lados por ventanales, es considerablemente menos grande que el de Diego.
De altura y tamaño medianos; es sorpresivamente acogedor y está vacío completamente. Aquí no hay recuerdos colgados de las paredes ni muebles que delimiten más el espacio; y estoy sola. El aliento de vida parece desvanecerse, cuando me vaya de aquí, estará aterradoramente deshabitado. Si Frida Kahlo vivió aquí, no hay absolutamente nada que lo recuerde. La pintura de las paredes nueva, no dejó roces; y el parquet del suelo, recientemente pulido, disipó las huellas.
El espacio conjunto que alguna vez moró una pareja de artistas, hoy es sólo habitado por el recuerdo. Yo sólo transcurro en ese mismo espacio, respiro un aire similar, me cubre el mismo techo, me encandila el mismo sol con una intensidad análoga. Pero a las seis, cuando esta casa museo cierra, debo partir.
(1) Alfonso Reyes, La experiencia literaria, Losada, Buenos Aires, 1952, p.88.
por: Lillian Llamas-Acosta
Esto que escribo no existe para demostrar mi capacidad descriptiva, ni siquiera para que a fin de cuentas, después de mi propia búsqueda teórica sobre la arquitectura en la literatura, consiga divertirme con palabras nuevas que hablen de espacios llenos de vitalidad. La magia del “espacio real”, en los tres textos que aquí se presentan, radica en el simple redescubrimiento de lugares que para alguien acaso resulten conocidos y que más que con la mirada, serán conquistados por su fantasía, guiada solamente por un manojo de palabras acomodadas atinadamente.
Seleccioné tres espacios que son producto de arquitectos; espacios que se concibieron en idea y papel, pero que conforman una realidad edificada. Son ejemplos distintos que tratan de abarcar las tres posibilidades arquitectónicas que considero: la ciudad, el paisaje y el refugio. Son textos de mi experiencia y considero que son excelentes ejemplos de arquitectura para mis descripciones.
Ciudad silente
Brasilia, 3 de agosto de 2003
Estoy plantada aquí, por ninguna razón. Si abro los ojos, me atemorizo. No hay ningún aroma, ningún sonido y me revelo aquí, tan diminuta. No es el caso de criticar la esencia de sentirse Dios y querer manipular al ser humano: la vida, sólo de describir esta experiencia desconcertante.
El cielo es el más azul que alguna vez haya contemplado, con esas nubes tan pintorescas, ideales para una fotografía. Curiosamente, preferiría que la copa de algún árbol me impidiera ver el sol, porque me abruma. El verde aquí no existe, es una escena monocromática si consideramos que el blanco de todos los edificios es luz; sólo queda de nuevo el azul del cielo.
Una zona tan árida, que se me antoja que llueva; los pocos tapices de césped, se ven tan sedientos. Y sigo aquí, completamente sola. De vez en cuando algunas personas extraviadas como yo, caminan por estas plazas hechas para la nada. Mi persona no pertenece aquí. Explanadas para el sol, si acaso para la sombra de las nubes.
Plazas descomunales, autopistas extraordinariamente rápidas y eficientes, así como una legión de colosales edificios monocromáticos perfectamente ordenados que distraen mi mirada envuelven este espacio, que sigue sintiéndose terriblemente desamparado. Un desierto arquitectónico.
Quiero avanzar y no hay rumbo. Las calles me llevan a otras calles igual de deshabitadas. Las explanadas no tienen dirección, no puedo recorrerlas porque llevan a ningún lado y a todos a la vez.
Los edificios son iguales entre sí, sólo destacan algunos: la catedral, el palacio legislativo y el ejecutivo. Parecen indestructibles. Bloques inmensos capaces de contener un millar de personas, que parecen no habitar aquí. Arquitectura grandiosa, edificada directamente por algún dios: sólo así es posible concebir esta escala.
El tiempo transcurre lentamente, porque aquí lo único que pasa es el viento. Los edificios abismalmente separados entre sí, dejan al viento apropiarse del espacio. Brisas silenciosas: no hay pájaros, ni hojas de árboles meciéndose y clamando por agua. Sí, el silencio y el viento son los que poseen a Brasilia. No existen las voces ni el llanto. La música me parece un recuerdo inventado. Es el silencio más terrible, un silencio tibio que no ensordece, al contrario me obliga a callar.
Serpentina ascensión al edén
Paseo de los duendes. Colonia del Valle, Monterrey, Nuevo León
Es un sábado por la tarde; es mayo. Las anchas avenidas de la colonia del Valle arden tanto, que se deshacen en un plasma vorágine. Toda la ciudad de Monterrey es capaz de consumir los cuerpos a fuerza del sudor.
Y ahí, en medio de aquel ardor, se abre paso un camellón amplísimo poblado de frondosos árboles que invaden sin decencia alguna el cielo de la amplia alameda. Una densa cubierta de naturaleza agrada el ambiente, creando un hábitat que relega el clima abrumador de mayo.
Bajo la fronda de los árboles, ahí donde el sol no penetra, hay un camino serpenteante que nace de la nada y avanza a poco, sin prisa. El suelo de concreto blanco es lo suficientemente amplio para dos personas que caminan, a veces trotan o son jalados en sus patines por algún canino que se deleita por el relajado paseo.
A cada paso de los deportistas que transcurren por aquel camellón, se desdobla más y más la ondulante vereda nívea. Y sin previo aviso, pero sin sobresaltos, en un instante se descubre aquella obra inesperada: el camellón se desvanece. Una sutil ascensión al cielo, el concreto se eleva lentamente hasta alcanzar la clamada gloria, para al fin descender en una rotonda, igual de arbolada y musicalizada por el canto de los pájaros que la rondan, donde concurren una terna más de macizas serpentinas cuesta a las nubes.
La gente camina, discurre, conversa, ejercita, ríe, convive... disfruta. Una ilusión en medio del barullo de la bochornosa ciudad. Un anhelo latente de conseguir tocar la bóveda celeste, una pendiente babilónica que paradójicamente les une.
Casa museo para Diego Rivera y
Frida Kahlo: morada del recuerdo
Calle de las Palmas 81, San Ángel, Ciudad de México
Habito aquí, a destiempo. Dos casas componen este hogar dividido, unido solamente por un puente. Morada de recuerdos y de visiones; es un espacio vacío que no soy capaz de apropiar. Estoy aquí ahora, de paso. Aquí ya no vive nadie.
Estoy en un estudio espacioso y bien iluminado, el cielo raso simula un techo industrial: dientes de sierra que intercalan parasoles con barro-
blocks aparentes. Hacia el norte hay un ventanal a todo lo largo y ancho de la pared. Un hueco inmenso, si consideramos la amplitud de aquel espacio, que nos regala una decente panorámica de los alrededores. Aquí pintó Diego Rivera, y en una salita que conforma una especie de tapanco, seguramente se sentó a leer o conversar. Aquí están sus cuadros, sus pinceles, su caballete, su silla; aquí ya no está él. Estoy yo, y está alguien más, pero ambos venimos sólo de paso.
Avanzo hacia la otra casa. Bajo por una escalera de caracol y llego a una explanada que está cercada por unos altos cactus perfectamente formados. Mis pasos no se silencian, se escucha el contacto constante de mis zapatos con la grava suelta del piso. Un trayecto delicioso, entre las sombras de los bloques que conforman las casas, los espontáneos rayos del sol que se arremeten entre los volúmenes y el crujido de mis pisadas.
Descubro en la otra casa una breve escalera, oculta debajo del volado que conforma un estudio. Trepo por aquella hacia la vivienda levantada por esbeltas columnas de concreto, y me topo con una salita sencilla, iluminada con una ventana modesta. Recorro la salita y llego al estudio. Éste espacio que es rodeado en tres de sus cuatro lados por ventanales, es considerablemente menos grande que el de Diego.
De altura y tamaño medianos; es sorpresivamente acogedor y está vacío completamente. Aquí no hay recuerdos colgados de las paredes ni muebles que delimiten más el espacio; y estoy sola. El aliento de vida parece desvanecerse, cuando me vaya de aquí, estará aterradoramente deshabitado. Si Frida Kahlo vivió aquí, no hay absolutamente nada que lo recuerde. La pintura de las paredes nueva, no dejó roces; y el parquet del suelo, recientemente pulido, disipó las huellas.
El espacio conjunto que alguna vez moró una pareja de artistas, hoy es sólo habitado por el recuerdo. Yo sólo transcurro en ese mismo espacio, respiro un aire similar, me cubre el mismo techo, me encandila el mismo sol con una intensidad análoga. Pero a las seis, cuando esta casa museo cierra, debo partir.
(1) Alfonso Reyes, La experiencia literaria, Losada, Buenos Aires, 1952, p.88.
por: Lillian Llamas-Acosta