Posverdad
La era de la inmediatez y la indignación nos ha dejado una opinión pública que muchas veces no sabe reconocer entre mentira y verdad
GUADALAJARA, JALISCO (12/MAR/2017).- La palabra del año en 2016 fue la “Posverdad”. Así la catalogó el diccionario Oxford. El neologismo apela a esa tendencia de las sociedades contemporáneas a privilegiar aquella información que agita la indignación, promueve la ira y enciende las emociones, subvalorando los hechos objetivos como tales. La opinión pública y publicada que se mueve aceleradamente entre escándalos, sin importar si podemos hacer una comprobación fáctica del suceso en cuestión. O como dijera John Locke, “Si la realidad no coincide con mis palabras, peor para la realidad”.
La Posverdad es en sí misma, un concepto de raigambre política. Es la transformación del lenguaje a la era de las rebeliones contra lo establecido. Es llevar la incorrección hasta lo más profundo: las palabras. Es identificar en el lenguaje otro campo de batalla política. El centro del argumento es que la realidad política no existe en sí, lo que existe es el “encuadre” de una realidad. Es como una fotografía, o como un vídeo, las tijeras para editar son los cursores que define qué es real y qué no. La Posverdad es la posmodernidad llevada al extremo: el relativismo de las verdades políticas. Un hecho no es tal, si tiene un correlato que lo ilegítima.
La Posverdad es el fiel acompañante de la política en la era de las redes sociales y el caudal inimaginable de información que recibimos todos los días. Para tener una idea, en los últimos veinte años, los seres humanos hemos creado más información que en los dos últimos siglos. La Posverdad se finca sobre la profusión informativa, sobre la configuración de hechos que se mueven en el fangoso terreno de lo político. Al haber más información, hay más matices, y siempre existirán muchas palabras para describir una realidad que antes se entendía como un hecho consumado sin necesidad de ser debatido. Es la gramática de lo público, en donde un joven fumando un cigarro en la esquina puede ser un peligroso criminal, si sabemos cómo narrar la fotografía o como encuadrar su inevitable perversión.
Es innegable que los fenómenos de Posverdad están ligados a la crisis de los medios de comunicación. La molestia de las sociedades contemporáneas con sus élites -con el establishment- incluye a los medios de comunicación hegemónicos. Los grandes medios, las televisoras más influyentes o los periodistas más destacados, también son puestos en severas dudas. Se eliminan frases como “es verdad porque lo vi en el periódico” o “de verdad, lo vi en la tele”. De acuerdo a una encuesta publicada por Parametría, solamente 17% confía en los noticieros de televisión. ¿Por qué Donald Trump puede decir que los medios de comunicación mienten sobre él? Por la baja credibilidad que tienen muchos medios de comunicación en el mundo. ¿Por qué puede poner en duda lo que publican sobre su Gobierno? Porque la ciudadanía ya lo hace.
Eso abre un cruce de caminos que es un tanto paradójico. Los medios de comunicación sufren una crisis innegable, cuando precisamente son más necesarios. Ante el cúmulo de información que nos invade todos los días -vídeos, declaraciones-, la brújula del trabajo periodístico se vuelve esencial. La Posverdad, esa tendencia a privilegiar la información que sacude las emociones y en donde la justificación racional no tiene peso, sólo puede ser enfrentada por un periodismo serio y comprometido. Es la paradoja del periodismo: cuando más se necesita, es cuando las suspicacias con lo establecido ponen en tela de juicio la veracidad de sus informaciones.
La Posverdad está íntimamente vinculada al momento populista que vivimos. La construcción de candidatos que buscan una relación directa con “el pueblo” se auxilia del lenguaje como una forma de ascenso político inmediato. El discurso se finca sobre conceptos que hacen sentido y que no necesitan demasiada explicación fáctica. ¿Por qué es tan popular el “make America great again” de Trump? Porque hay poco que explicar, aunque los indicadores económicos nos digan que Estados Unidos es el país más rico del mundo y el que mejor salió de la crisis de 2008. ¿O qué significa la “Francia es Primero de Le Pen o la casta de Beppe Grillo? La Posverdad se mueve en el campo de las percepciones políticas. El concepto hace sentido, es entendible a la primera y no tienes que explicar ni un ápice. La Posverdad secuestra el sentido común.
George Lakoff, el genio de la comunicación, lo dijo en un libro imperdible, “no pienses en un elefante”, el marco sobre el que se debate un tema público es más importante que los argumentos de las partes. Como si habláramos de un partido de fútbol, es más relevante el estado del terreno de juego y las condiciones climáticas que el desempeño individual de los equipos. Cuando se discute sobre el aborto, no es lo mismo hacerlo bajo el marco de la vida o sobre los derechos de las mujeres. La Posverdad parte de un principio que conocíamos de tiempo atrás, pero que ahora se vuelve más evidente: las verdades públicas se construyen en el debate social. Ni son preexistentes a esa discusión, ni tampoco son inamovibles. Es la ruptura de la política moderna con la posmoderna: no hay nada escrito.
Está el tan llevado y traído concepto de los derechos humanos. La Posverdad se auxilia, se coloca en lo que Ernesto Laclau, el filósofo y lingüista argentino, llama: los significantes vacíos. Esos conceptos que se vuelven de común uso de todos, pero que su utilización política los vacía de contenido. Derechos humanos, democracia, justicia, igualdad, libertad son todos principios políticos de uso corriente, pero que sólo definiéndolos podemos tener un norte sobre su dirección ideológica. La derecha, la izquierda, los tecnócratas, los populistas recurren a esos conceptos con intenciones totalmente disímiles. El derrumbe de las grandes ideologías nos dejó como corolario conceptos vacíos que pueden ser gestionados como mejor convenga.
De la misma forma, la Posverdad es un termómetro del momento de indignación que vive en particular el mundo occidental. Cuándo surgió el escándalo sobre el gasolinazo, ¿hubo un debate serio sobre las razones del incremento? ¿Hubo una aproximación a las distintas alternativas que hay al precio de los combustibles? No. Y no lo hubo porque el gasolinazo interiorizó demandas varias, heterogéneas, que colocaron a la Presidencia de Enrique Peña Nieto contra las cuerdas. Gasolinazo se convirtió en un término politizado, que representaba el fracaso de un régimen, el colapso de un proyecto. Gasolinazo como concepto vertebrador que explica mucho en su uso político, pero muy poco en su uso técnico.
La deriva hacia la consolidación del discurso político de la Posverdad tiene al menos tres riesgos notables, que ameritan ser destacados. El primero, injusticias colectivas. Lo vimos con el linchamiento mediático al profesor de la Preparatoria 10. Las emociones como guía de acercamiento a la realidad nos condenan a creer lo que es verosímil, como un vídeo, sin indagar a fondo en el asunto. La sociedad como un tribunal sumario que condena a quien parece que es culpable. No importa si es verdad o no, lo que dice es injustificable. Culpable. Una deriva así atenta contra el Estado de Derecho, clarísimamente.
Segundo, mala información que produce malas decisiones. ¿Cuál fue la noticia más leída en Facebook en la campaña electoral de los Estados Unidos? Pues, aunque usted no lo crea: una felicitación del Papa Francisco a Donald Trump por la solidez de su proyecto político. Por supuesto, una mentira. Nunca hubo tal felicitación. No obstante, a Trump le funcionó en redes sociales para venderse como un candidato cercano a las ideas de la iglesia. Una democracia necesita información confiable, prensa libre y una deliberación pública que lleve a la verdad. No todo es relativo, pero es cierto que las verdades son construcciones públicas muy complejas. La baja credibilidad de los medios permite que el político se auxilie de aquello que una portavoz de la Casa Blanca llamó los “hechos alternativos”, para mentir y dotar de veracidad a información radicalmente falsa.
Y tercero, una sociedad del escándalo permanente. Desde la definición del diario de Oxford, la Posverdad se entiende en estrecha comunicación con las emociones. La Posverdad agita al justiciero que hay en cada uno de nosotros. Agita la indignación con las instituciones y lo establecido. El escándalo, vieja táctica política pero que toma mayor relevancia con las redes sociales, se convierte en el gran objetivo del debate público. Fotos alteradas, vídeos editados, declaraciones fuera de contexto, todo se pone sobre la mesa. La discusión se estructura sobre la base de una mentira.
La primera acción para combatir lo que significa la Posverdad para la sociedad, es condenar el uso mismo del concepto. La Posverdad, como regla general, es una mentira envuelta con una palabra políticamente correcta y la apuesta intencional de confundir el debate público. La Posverdad es la transgresión del eufemismo, para situarse en la mentira encubierta. El mejor escondite para el impostor y el cobarde.