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Narrativa: Sobre planchas de acero

No echaré al mundo un fantasma gritando su nombre por los caminos de Dios, despojado de cuerpo: el cadáver de este amor.

Por: Guadalupe Ángeles

No le daré otros nombres, ni fingiré que su ausencia es mi salvación, a cambio de tales fórmulas de supervivencia, me siento aquí y veo el ir y venir de quienes andan por esta ciudad, pero no, en realidad estoy mirando dentro.

No he hilado fino, lo sé, he destrozado trozos de tela y no era en la vida, era allá, en ese sueño, al que inevitablemente iba a dar la noche, era el sueño, allá, donde corría peligro.

Miento con gran frecuencia, pero no ahora: sabía que el metal fundido al rojo blanco podría quemar, intentaba salir de allí, espera... no todo sueño habla de mí, porque si yo fui el metal y el miedo, la serenidad, también fui aquél por el que estuve encerrada en mí.
Si, ahora, poco a poco, no con la clara percepción de quien sabe, sino con el gesto de quien apenas sale de una larga enfermedad, abro el postigo de una puerta tras la que me oculto, y en voz baja, cubriendo el silencio con una delgada película de suavísima sustancia transparente, hablo:
Hubo alguien a quien amé un día... paralizado el impulso ahora, repto, podría decir, pero no pretendo apartarme de la razón, si acaso, me arriesgaría a contarlo en tercera persona:

Ella estaba sola, porque al dormir lo estaba, y al cerrar los ojos, antes de llegar el sueño, reunía hasta ese instante el coraje para enfrentar el hecho: Sola.

Rehacía los pasajes hacia sí misma: creía hilar fino y en realidad destrozó el tejido de su pecho, pero metafóricamente nada más. No, no nada más.
Sueña, corre sobre planchas de acero entre las que abren surcos en los que se podría quemar, se eleva sobre una viga y pretende salvarse al tomar una lámpara, pero se desliza de entre sus manos y la aleja de cierta paz que no se come su serenidad. Va confiada, y asida a lo que de día podríamos llamar, confianza y sabe, aunque esté en el sueño, que nada la dañará.

Se abre la yugular, pero todo es mentira. No oculta el rostro, su cara es reflejo de todo paisaje abierto ante sus ojos, pero no, su rostro, para nada es el mundo, ciega a cuanto le rodea.

La primera batalla fue perdida. Ella entra en el sitio donde la ha dejado el acoso. Luego del crimen cometido, repliega las velas, se deja llevar por el viento de lo cotidiano. Desconoce todo arte de guerra, se afianza en la obsesión, es así, que se piensa que ha enloquecido, pero sólo aquellos que la han visto más de dos veces saben. No está loca, sólo es habitada por una profunda necesidad de amar.

No echaré al mundo un fantasma gritando su nombre por los caminos de Dios, despojado de cuerpo: el cadáver de este amor.
No le daré otros nombres, ni fingiré que su ausencia es mi salvación, a cambio de tales fórmulas de supervivencia, me siento aquí y veo el ir y venir de quienes andan por esta ciudad, pero no, en realidad estoy mirando dentro.

No he hilado fino, lo sé, he destrozado trozos de tela y no era en la vida, era allá, en ese sueño, al que inevitablemente iba a dar la noche, era el sueño, allá, donde corría peligro.

Miento con gran frecuencia, pero no ahora: sabía que el metal fundido al rojo blanco podría quemar, intentaba salir de allí, espera... no todo sueño habla de mí, porque si yo fui el metal y el miedo, la serenidad, también fui aquél por el que estuve encerrada en mí.

Si, ahora, poco a poco, no con la clara percepción de quien sabe, sino con el gesto de quien apenas sale de una larga enfermedad, abro el postigo de una puerta tras la que me oculto, y en voz baja, cubriendo el silencio con una delgada película de suavísima sustancia transparente, hablo:
Hubo alguien a quien amé un día... paralizado el impulso ahora, repto, podría decir, pero no pretendo apartarme de la razón, si acaso, me arriesgaría a contarlo en tercera persona:

Ella estaba sola, porque al dormir lo estaba, y al cerrar los ojos, antes de llegar el sueño, reunía hasta ese instante el coraje para enfrentar el hecho: Sola.

Rehacía los pasajes hacia sí misma: creía hilar fino y en realidad destrozó el tejido de su pecho, pero metafóricamente nada más. No, no nada más.
Sueña, corre sobre planchas de acero entre las que abren surcos en los que se podría quemar, se eleva sobre una viga y pretende salvarse al tomar una lámpara, pero se desliza de entre sus manos y la aleja de cierta paz que no se come su serenidad. Va confiada, y asida a lo que de día podríamos llamar, confianza y sabe, aunque esté en el sueño, que nada la dañará.

Se abre la yugular, pero todo es mentira. No oculta el rostro, su cara es reflejo de todo paisaje abierto ante sus ojos, pero no, su rostro, para nada es el mundo, ciega a cuanto le rodea.

Ella mira, se deshoja, pero ha visitado los túneles de la muerte poco antes de dormir, ésta o cualquier otra noche, nada la asusta, ni los pequeños salvajes que surgen de las cloacas en la ciudad, ni los días soleados sin lago ni bosque, ni los días lluviosos sin labios que besar.

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