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Música clásica: Triple concierto para piano
El estreno de la obra tuvo lugar en 1808 despertando poco entusiasmo, algo que el biógrafo Schindler intentó achacar a “la mala calidad de los solistas”.
Por: Eduardo Escoto
Se aproxima el ecuador de este 2008, un año que, en lo que a música formal se refiere, hasta ahora ha resultado bastante provechoso en el escenario tapatío. Justo esta próxima semana llegaremos también a la mitad de la presente temporada de la Filarmónica de Jalisco, incluyendo en su tercer programa el Triple concierto para piano, violín y chelo en Do mayor Opus 56 del inmortal genio de Bonn.
“Se trata de un ‘concertante’ con tres partes para solo, completamente nuevo”.
Así se refería Ludwig van Beethoven a su recién compuesto Triple concierto en una carta fechada el 26 de agosto de 1804 y remitida a los editores Breitkopf y Härte.
En la misiva enviaba para su publicación, además de este peculiar concierto, las sonatas Waldstein y Appassionatta, así como su no menos célebre Sinfonía número 3, también conocida como Heroica, todas ellas grandes obras maestras.
La producción de conciertos por parte de Beethoven es relativamente escasa si se compara con sus demás trabajos.
Se cuentan, así, uno para violín, cinco para piano y el triple concierto que ocupa un lugar aparte por su entonces inédita conformación, que incluía un trío de solistas, algo que recordaba al género de la sinfonía concertante que llegaron a desarrollar con anterioridad Haydn y Mozart entre otros compositores del siglo XVII, y que solía recurrir al uso de dos o más solistas ante la orquesta, modalidad que surge a su vez del “concerto grosso” tan cultivado en el barroco.
Esta composición está dedicada al príncipe Franz Joseph Maximilian von Lobkowitz, su mecenas y protector, amante de la música y hábil violinista, quien tenía a su disposición una orquesta en su palacio de Viena en el que mandó construir una gran sala de conciertos.
Es un hecho que la obra fue compuesta teniendo en cuenta la calidad de los intérpretes a los que iba destinada.
La parte del piano no ofrece grandes dificultades, estaba pensada para ser ejecutada por el joven archiduque Rodolfo -alumno y mecenas de Beethoven-, mientras que la parte del violín estaría a cargo de Carl August Seidler -cercano al archiduque-.
El violonchelo, que tiene en este caso la parte más complicada de las tres, sería tocado por Anton Kraft, un destacado instrumentista de su época. El concierto consta de tres movimientos.
El primero de ellos un “allegro”, que inicia con la exposición del material temático por parte de la orquesta, al principio solo haciendo uso de los chelos y los contrabajos, para después ir sumando al resto de la orquesta, que deja paso a los solistas: al inicio al chelo, después al violín y por último al piano, que desarrollan delicadamente el tema y que en ese mismo orden elaboran la exposición del segundo tema de este movimiento.
El trío de solistas queda continuamente solo elaborando entre sus integrantes intrincados diálogos que por momentos hacen olvidar que se está escuchando una obra sinfónica y no una intimista música de cámara.
Estos pasajes alternan con la majestuosidad de las participaciones orquestales. Por último, en lugar de la tradicional “cadenza” previa a la recapitulación final del movimiento, el compositor utiliza un animado intercambio de ideas entre los solistas con apenas apoyo de la orquesta, cerrando a continuación con una breve coda o segmento añadido al final.
Seguidamente se encuentra un “largo”, que aunque de pequeñas proporciones resulta muy expresivo.
El tema es presentado aquí por el chelo tras una breve introducción de la orquesta, se le une posteriormente el violín y el piano aparece después aportando una base de discretos y delicados arpegios que incrementan el potencial dramático de este breve movimiento, que desemboca sin interrupción en el tercero y último: un brillante “rondo alla polacca”.
El tema de este “rondo” es presentado de nuevo por el chelo, tocando esta vez en su registro agudo; es alegre, vivo y poseedor de la sonoridad propia del folclore polaco. Su carácter popular se acentúa, además, por los frecuentes cambios de modo mayor a menor de la escala tan típicos de la música folclórica.
El desarrollo del movimiento es claro, con elegantes variaciones hechas en arpegios, octavas y mediante el empleo de diversos adornos, quedando demostrada la maestría del compositor alemán en la producción de música de cámara y la manera en que combina ésta dentro del formato sinfónico para crear una obra excepcional en el marco de la música de su época.
El estreno de la obra tuvo lugar en 1808 despertando poco entusiasmo, algo que el biógrafo Schindler intentó achacar a “la mala calidad de los solistas”.
Estamos ya a 200 años de su estreno y en esta ocasión, junto a la Filarmónica de Jalisco, los solistas Patricia García Torres al piano, Arón Bitrán en el violín y Juan Hermida en el chelo seguramente lo harán con la calidad que permita al público tapatío apreciar esta magnífica composición.
Se aproxima el ecuador de este 2008, un año que, en lo que a música formal se refiere, hasta ahora ha resultado bastante provechoso en el escenario tapatío. Justo esta próxima semana llegaremos también a la mitad de la presente temporada de la Filarmónica de Jalisco, incluyendo en su tercer programa el Triple concierto para piano, violín y chelo en Do mayor Opus 56 del inmortal genio de Bonn.
“Se trata de un ‘concertante’ con tres partes para solo, completamente nuevo”.
Así se refería Ludwig van Beethoven a su recién compuesto Triple concierto en una carta fechada el 26 de agosto de 1804 y remitida a los editores Breitkopf y Härte.
En la misiva enviaba para su publicación, además de este peculiar concierto, las sonatas Waldstein y Appassionatta, así como su no menos célebre Sinfonía número 3, también conocida como Heroica, todas ellas grandes obras maestras.
La producción de conciertos por parte de Beethoven es relativamente escasa si se compara con sus demás trabajos.
Se cuentan, así, uno para violín, cinco para piano y el triple concierto que ocupa un lugar aparte por su entonces inédita conformación, que incluía un trío de solistas, algo que recordaba al género de la sinfonía concertante que llegaron a desarrollar con anterioridad Haydn y Mozart entre otros compositores del siglo XVII, y que solía recurrir al uso de dos o más solistas ante la orquesta, modalidad que surge a su vez del “concerto grosso” tan cultivado en el barroco.
Esta composición está dedicada al príncipe Franz Joseph Maximilian von Lobkowitz, su mecenas y protector, amante de la música y hábil violinista, quien tenía a su disposición una orquesta en su palacio de Viena en el que mandó construir una gran sala de conciertos.
Es un hecho que la obra fue compuesta teniendo en cuenta la calidad de los intérpretes a los que iba destinada.
La parte del piano no ofrece grandes dificultades, estaba pensada para ser ejecutada por el joven archiduque Rodolfo -alumno y mecenas de Beethoven-, mientras que la parte del violín estaría a cargo de Carl August Seidler -cercano al archiduque-.
El violonchelo, que tiene en este caso la parte más complicada de las tres, sería tocado por Anton Kraft, un destacado instrumentista de su época. El concierto consta de tres movimientos.
El primero de ellos un “allegro”, que inicia con la exposición del material temático por parte de la orquesta, al principio solo haciendo uso de los chelos y los contrabajos, para después ir sumando al resto de la orquesta, que deja paso a los solistas: al inicio al chelo, después al violín y por último al piano, que desarrollan delicadamente el tema y que en ese mismo orden elaboran la exposición del segundo tema de este movimiento.
El trío de solistas queda continuamente solo elaborando entre sus integrantes intrincados diálogos que por momentos hacen olvidar que se está escuchando una obra sinfónica y no una intimista música de cámara.
Estos pasajes alternan con la majestuosidad de las participaciones orquestales. Por último, en lugar de la tradicional “cadenza” previa a la recapitulación final del movimiento, el compositor utiliza un animado intercambio de ideas entre los solistas con apenas apoyo de la orquesta, cerrando a continuación con una breve coda o segmento añadido al final.
Seguidamente se encuentra un “largo”, que aunque de pequeñas proporciones resulta muy expresivo.
El tema es presentado aquí por el chelo tras una breve introducción de la orquesta, se le une posteriormente el violín y el piano aparece después aportando una base de discretos y delicados arpegios que incrementan el potencial dramático de este breve movimiento, que desemboca sin interrupción en el tercero y último: un brillante “rondo alla polacca”.
El tema de este “rondo” es presentado de nuevo por el chelo, tocando esta vez en su registro agudo; es alegre, vivo y poseedor de la sonoridad propia del folclore polaco. Su carácter popular se acentúa, además, por los frecuentes cambios de modo mayor a menor de la escala tan típicos de la música folclórica.
El desarrollo del movimiento es claro, con elegantes variaciones hechas en arpegios, octavas y mediante el empleo de diversos adornos, quedando demostrada la maestría del compositor alemán en la producción de música de cámara y la manera en que combina ésta dentro del formato sinfónico para crear una obra excepcional en el marco de la música de su época.
El estreno de la obra tuvo lugar en 1808 despertando poco entusiasmo, algo que el biógrafo Schindler intentó achacar a “la mala calidad de los solistas”.
Estamos ya a 200 años de su estreno y en esta ocasión, junto a la Filarmónica de Jalisco, los solistas Patricia García Torres al piano, Arón Bitrán en el violín y Juan Hermida en el chelo seguramente lo harán con la calidad que permita al público tapatío apreciar esta magnífica composición.