Suplementos

“La mujer vestida por el sol, la luna bajo los pies y una corona de doce estrellas”

Al pueblo cristiano le agrada ilustrar los misterios con anécdotas ciertas o ficticias, pero gratas

     Esta es la visión del evangelista San Juan, arrebatado a la contemplación de los misterios divinos en la isla de Patmos, con la pluma en la mano, mientras iba dejando en el blanco papel la revelación del Apocalipsis.

     Esta ha sido la inspiración de grandes artistas al plasmar en el lienzo una bellísima señora en viaje de la tierra al cielo; el rostro resplandeciente, los brazos abiertos y el cortejo jubiloso de ángeles y serafines con místicos cantos.

Así el gran pintor Bartolomé Murillo dejó --y se guarda en esta Catedral de Guadalajara-- en su lienzo, tesoro del arte, la glorificación de María, elevada no por su poder, pues era criatura, sino con el poder de Dios, de las tristezas y las alegrías fugaces de la tierra, al gozo eterno a donde fue destinada por su Señor.

¿”Quién es ésta que sube como la aurora, bella como la luna, radiante como el sol?”

     La respuesta es la vida de una doncella escogida por el Altísimo desde toda la eternidad, para asociarla íntimamente con el Verbo del Padre, quien tomaría la naturaleza humana en el seno de esa mujer.

     El ángel del Señor bajó hasta una humilde casa de un diminuto pueblo de una pequeña provincia llamada Nazaret, con un inmenso mensaje. Primero el saludo: “Dios te salve, la llena de gracia”, porque había sido concebida sin mancha de pecado para estar destinada a una gran misión.

     Ella se turbó al oír estas palabras que el ángel dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás luz a un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo”. Y revelado el misterio, María aceptó así: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.

“Siempre, desde ese momento, unida al Hijo Redentor”

     María lo lleva ya en su seno cuando va presurosa a visitar a su prima Isabel, también en espera de su hijo Juan, quien años después sería llamado El Bautista. El saludo de Isabel es un grito de alegría y admiración: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”.

     María responde humildemente: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava”.

     Obedientes, ella y José emprenden el camino hacia Belén, lugar de sus antepasados. Y allí, sobre las pajas del pesebre, sus ojos contemplan al sol que habría de disipar las tinieblas de la humanidad.

     Y con Él en sus brazos, con Él en el destierro de Egipto y en el quieto discurrir de los años ocultos en Nazaret, y junto a Él en los tres años de vida pública, y al pie de la cruz donde ocurría el sublime sacrificio de Jesús, ofrecía sus lágrimas de madre a la sangre redentora del Hijo.

Por su fidelidad al Señor, María es la más perfecta cristiana

     Los obispos de todo el mundo reunidos en el Concilio Vaticano II (1962-1965), en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, Luz de las Gentes --documento fundamental del Concilio, aprobado el 19 de nnoviembre de 1964 con 2,104 votos a favor, 20 en contra y uno nulo--, dedicaron el capítulo VIII al tema “La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y la Iglesia”, desarrollando el tema en dieciocho párrafos.

     Ahora, sólo una breve muestra: “La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina con el que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia”.

     La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y la perfecta unión con Cristo. En la fe, porque empezó a creer desde que aceptó el mensaje; en el amor, porque ¿quién ha amado más a Cristo que ella?;  en la perfecta unión, porque con Él pasó sus horas y sus días, dueña del dulce e inmenso misterio del Redentor a ella confiado.

Para María, la muerte fue dulce

     A ella, como a todo ser humano, le llegó la hora de dejar el tiempo, de apartarse de este espacio llamado tierra. Desde muy antiguo, al tocar el tema, varios autores han escrito: “La dormición de María”, y en muchos lugares el 14 de agosto la veneran postrada en su lecho, rodeada de flores. ¿Qué fue la muerte para María? La Iglesia perfuma este momento. Es el tiempo de ser premiada, de ser glorificada. Le aplica los elogios del Cantar de los Cantares: “¿Quién es ésta que asciende como gajo de nube, como aurora recién nacida, como paloma sobre los ríos, como volunta de incienso?”.

     La Asunción de María al cielo es el símbolo de la consumación de la obra de Dios para salvar al hombre: bajó para que los hombres subieran. Y María es la primera en el orden de la gracia.

La Asunción de María, dogma de fe

     Habían pasado ya cinco años desde el final esperado de la segunda guerra mundial. El Papa Pío XII, cargado de años, de virtud, de largas y dolorosas experiencias, quiso y buscó los medios para que los cristianos no sólo vieran la tierra tan llena de tristezas, sino que elevaran su mirada a las grandezas de Dios, a las alturas del cielo.

    Y la Iglesia se puso a estudiar y encontró siempre en el pensamiento de los cristianos firmes desde la antigüedad, que el cuerpo de María, el que le dio su carne y su sangre al Verbo de Dios,  no podía, no debía, ser pasto de gusanos; no había de ser pudrición en un sepulcro; no debía ser objeto de corrupción. María fue elevada al encuentro de Dios en cuerpo y alma.

     Así fue proclamada como dogma el día primero de noviembre de 1950. Cristo le preparó una mención a su Madre. Así en la Constitución Apostólica “Munifentissimus Deus”, el Papa asentó que era doctrina no nueva, sino que “desde los santos padres y grandes doctores de la antigüedad hablan de este hecho como algo ya conocido y aceptado por los fieles”.

Sube resplandeciente como la aurora

     Al pueblo cristiano le agrada ilustrar los misterios con anécdotas ciertas o ficticias, pero gratas. Así cuentan que el apóstol Tomás, con su mala costumbre de siempre: llegar tarde, pidió a sus hermanos los demás apóstoles una gracia. “Levanten la loza del sepulcro donde han depositado el cuerpo de la Señora. Quiero verla”. Accedieron a su deseo y fue gran sorpresa para todos ver el sepulcro vacío, y un grato perfume los invadió.

     Ante el gozo del Misterio, San Anselmo exclamó: “¡Oh Virgen gloriosa,  pasaste por la muerte, pero no pudiste ser por ella encadenada, porque tú sola engendraste al que fue muerte de la muerte!”.

     San Buenaventura dijo: “Todos resucitarán por ley común, pero al fin de los tiempos. Pero Cristo no, ni su Madre”.

     San Juan Damasceno: “Aunque tu sacratísima alma se haya separado de tu cuerpo inmaculado, y haya sido depositado en el sepulcro tu cuerpo, no por eso persevera en él ni se disuelve en la corrupción”.

     El Papa Alejandro III dijo: “María concibió sin sonrrojo, dio a luz sin dolor y salió de este mundo sin corrupción, pues estaba llena de gracia, no semillena”.

María quiere llevar a sus hijos con ella

     En esta fiesta, el hombre del siglo XXI ha de elevar su mirada y su deseo a donde Cristo subió con su propio poder y se llevó consigo a su Madre.

     Cristo quiere la salvación y asunción de todos. Tener siempre la esperanza de subir, ha de ser el pensamiento diario del cristiano.

     Vestido de sol, es Cristo; corona de estrellas son todos, los demás hijos; tienen todos la esperanza de subir los ahora errantes, como arenas batidas por el oleaje de una vida llena de atracciones perecederas, a ser estrellas, no arenas, para brillar con Cristo y María eternamente.

José R. Ramírez

Temas

Sigue navegando