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Ayotzinapa y la crisis política

Un acontecimiento clave para entender las transformaciones políticas del México contemporáneo

GUADALAJARA, JALISCO (25/SEP/2016).- México no es el mismo después del 26 de septiembre de 2014. Ayotzinapa cambió al país. Es inentendible la crisis del sistema político en México sin voltear la mirada hacia los sucesos de Guerrero. Aquella triste noche, todo un régimen entró en fase crítica. 43 jóvenes estudiantes desaparecidos por elementos de la fuerza pública, infiltrados por el crimen organizado. El mundo abría los ojos ante la auténtica tragedia mexicana. Un Estado incapaz de proteger a sus ciudadanos; autoridades cómplices de los grupúsculos del crimen. El México de la corrupción, la barbarie y la cooptación al desnudo. El Presidente reformista hablaba de abrir el petróleo a la competencia y de evaluar a los profesores. Mientras tanto, en Guerrero, presenciábamos uno de los acontecimientos más deleznables de la historia del país. A medio camino del  “Mexican Moment”, cuando la prensa internacional se deshacía en elogios a Enrique Peña Nieto, la tragedia de Iguala nos recordó al México profundo, al país real, del que no hablan las élites políticas. O, como señala Sergio Aguayo en su libro “de Tlatelolco a Ayotzinapa”: la tragedia de Ayotzinapa desbarató las pompas publicitarias de Peña Nieto.

Hay un antes y después de la noche más triste, como titula a la tragedia de Iguala en una estupenda investigación, Esteban Illades. La crueldad de los hechos superó cualquier atisbo de minimizar lo sucedido. El Gobierno Federal quiso reducirlo a una anécdota. Las declaraciones de Peña Nieto, horas después de la tragedia, son el prolegómeno de su inevitable crisis política. Un asunto local, pasajero. La inexplicable reacción presidencial fue la causa de la conmoción política que afectó a Los Pinos. ¿Y yo por qué? Se preguntaba el Presidente, es un asunto del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre. Nunca previó el Presidente que Ayotzinapa tendría un efecto sistémico. Nunca previó que las investigaciones posteriores incluirían en la tragedia no sólo a los ámbitos municipal y estatal, sino también al federal -recordemos al tristemente célebre Tomás Zerón- y hasta a la base militar del país.  Ayotzinapa condenó al Presidente a un temprano ocaso, que aunado a escándalos como el de la Casa Blanca, tienen a Peña Nieto en niveles de desaprobación nunca antes vistos.

Ayotzinapa es el origen de la crisis política que vive el país. La tragedia de Iguala empujó a la ilegitimación del sistema de partidos. En 2012, seis de cada 10 mexicanos se declaraban fieles partidarios de algún instituto político. En 2015, 30 meses después, menos de tres de cada 10 sienten afinidad por algún partido. Iguala significó la prueba de que no existía partido político en México que pudiera jactarse de tener las manos limpias. Ya sea a nivel local o nacional, pero todos fueron interpelados por la tragedia. No era un asunto del PRI solamente, como sucedió en Tlatelolco, sino que el sistema de partidos mismo daba signos de podredumbre. Por supuesto que Ayotzinapa no inventaba de la nada estas posiciones críticas con el sistema de partidos, sin embargo lo que sí hace es visibilizar posturas que se encontraban soterradas, posturas que se encontraban en los márgenes de la política. De pronto, posiciones que no constituían la centralidad, se vuelven el núcleo duro de las demandas. De la derecha a la izquierda, Ayotzinapa constituyó una red de equivalencias, como le llama el doctor Ernesto Laclau. En el reclamo por encontrar el paradero de los 43 se subsumieron demandas de muchísimas índoles. Las ideologías se estacionaron en un rincón y las demandas por el esclarecimiento del caso desbordaron los canales tradicionales.

Peña Nieto no pudo retomar el rumbo tras los acontecimientos de Iguala. La gestión de la crisis por parte del Presidente fue una cadena de errores que lo atenazaron. Ni siquiera la invitación al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana, le dio un respiro. Por el contrario, los expertos señalaron todas las inconsistencias en las investigaciones del caso dejaron al desnudo irregularidades que todavía no encuentran una explicación gubernamental. El GIEI se volvió el auditor incómodo.

¿Por qué si los celulares de los estudiantes fueron destruidos, el informe del GIEI señala que el celular de uno de los jóvenes registró actividad a la 1 de la mañana del 27 de Septiembre, es decir, una hora después del momento en el que según la PGR, fueran incinerados? ¿Por qué no se explica el papel del 27 Batallón Militar, a qué obedeció la negativa a un posible interrogatorio de los expertos? ¿Qué hacía Tomás Zerón, director de la Agencia de Investigación Criminal, un mes después de la desaparición de los normalistas, en conjunto junto con agentes y Agustín García Reyes, uno de los inculpados, en el río San Juan, donde, al día siguiente, fue encontrada una bolsa con restos humanos del normalista Alexander Mora Venancio, uno de los desaparecidos? Son preguntas sin responder. Peña Nieto buscó cerrar el debate sobre Ayotzinapa, sin embargo a dos años, la versión sigue siendo inverosímil para una parte importante de la población, como lo señalan las encuestas.

En paralelo a la crisis del sexenio de Peña Nieto, Ayotzinapa golpeó enormemente a la izquierda política de este país. El PRD sigue viviendo en carne propia los ecos políticos de aquella noche. Un partido que nació como una posible solución a los excesos del régimen autoritario, se convertía en el problema mismo. Igual Morena, muchos de los cuadros más cercanos a López Obrador tenían responsabilidades en distintos niveles de Gobierno en Guerrero. La izquierda partidista se quedaba sin esa “calidad moral” que una parte de la ciudadanía les concedía. El grito al unísono: “Todos son iguales”. Los partidos progresistas de México perdieron esa legitimidad para abanderar causas que tenían que ver con el combate a la corrupción y la lucha frontal contra la impunidad. Iguala sucedió en un Estado gobernado por la izquierda, y pocos perredistas pidieron la dimisión del gobernador en los días posteriores a la tragedia. Ayotzinapa no sólo marcó al PRI, sino sobre todo se ensañó con especial furia con la izquierda política.

Ayotzinapa también cambió el eje del debate político en México. Si pudiéramos retrotraernos a 2013, veríamos que en México discutíamos cosas como: crecimiento económico, inversiones, reservas probadas de petróleo, apertura financiera, competitividad económica. Ayotzinapa, y la Casa Blanca, movieron el tablero por completo. En cuestión de días, aquellos temas lucían superficiales. Lucían baladíes. ¿Qué importa el crecimiento económico si en México pueden desaparecer 43 jóvenes de la noche a la mañana? ¿Qué importa si abres el sector energético a la competencia si el Estado se encuentra penetrado por todos lados? Es como si la tragedia de Iguala hubiera realineado las prioridades, nos hubiera transportado de nuevo al México de la realidad. Sepultó el momento mexicano que se respiraba en los mercados internacionales y nos recordó que no hay democracia sin estado de derecho; no hay crecimiento económico sustentable con corrupción; no hay justicia con policías y jueces cooptados; no hay proyecto de país posible con miles de desaparecidos. Fue un duro golpe de realidad.

El régimen entró en crisis y múltiples contradicciones. Se desmoronó la ruta que nos marcó la transición a la democracia. Dicho sueño de progresividad, dicho anhelo de que la democracia, tarde o temprano, llegaría. Nos mostró a la transición democrática como un proceso totalmente agotado. Se diluyeron las respuestas. Lo institucional se agotó y las calles comenzaron a delinear su propio relato. Cambiar el sistema de arriba abajo, un auto al que ya no se le puede hacer más arreglos. La crisis del régimen de la transición supuso una crisis de representación, una crisis de proyecto, una crisis de gobernabilidad y una crisis del modelo político del país. Es difícil saber en qué acabará el momento político que vive México, pero es innegable que algo diferente a lo que tenemos surgirá de los años. Los tiempos se aceleran en un sistema medianamente pluralista, pero recordar que Tlatelolco dio sus frutos de apertura casi una década después de los trágicos sucesos del 68.

Se cumplen dos años de la trágica noche de Iguala. El presente y su inmediatez no nos dejan ver la profundidad del cambio político en México. Nos pasa como al testigo de Javier Cercas en El Impostor, presenciamos los hechos que en un futuro serán contados como acontecimientos, y no nos percatamos de su hondura histórica. El presente no es el mejor compañero de lo histórico. Sin embargo, Ayotzinapa cambió a México, supuso la crisis política más profunda desde 1994. Las certezas se diluyeron y las alternativas soterradas aparecieron. La memoria y el dolor juegan un papel central en la política, son sus resortes emocionales. La pervivencia de Ayotzinapa es el signo inequívoco de que cualquier cambio en este país pasa por recordar que tragedias como la de Iguala no se pueden volver a repetir.

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