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Antenas
Quien a mediados de los 80 era el orgulloso poseedor de una antena era también receptor de la envidia de sus vecinos
GUADALAJARA, JALISCO (02/NOV/2014).- La primera antena parabólica que vi en la vida apareció una mañana en el tejado de la casa de unos vecinos; una tormenta justiciera la derribó a los dos días de instalada. Digo justiciera porque los vecinos de marras se tomaron la molestia de ir casa por casa para platicarnos a todos que con ese flamante armazón captarían canales televisivos de todo el Universo conocido y que eso los ponía, podía inferirse, muy por encima de nosotros, pobres diablos condenados a ver el canal 2 y sus carismáticos heraldos: Raúl Velasco, Zabludovsky, Mimoso Ratón….
El enorme plato cóncavo (supongo que de asbesto, pero no soy experto en la materia) fue empotrado a la estructura del techo de su casa. Cuando unos vientos huracanados cayeron sobre la ciudad, casi como un castigo divino a su arrogancia, la antena se vino abajo con un buen pedazo de tejado y provocó el colapso de un trozo del pasillo del segundo piso de la vivienda. Menos mal que los vecinos estaban, con todo e hijos, en la sala de televisión de la primera planta y no hubo daños corporales que lamentar. Todavía recuerdo al patriarca de la familia, en pantuflas y pants deportivos, con las manos en la cabeza, a media calle, observando su castillo de naipes electrónico. Sus hijos, con los ojos como platos, se abrazaban entre sí. La madre de la familia, en bata, lloraba.
Otros vecinos, a la vuelta, tenían una de esas pequeñas antenas conocidas como “ratonas” (porque se robaban señales sin estar abonadas a ningún servicio). Esas no se caían tan fácilmente como sus hermanas mayores. A cambio, tampoco es que sirvieran de mucho: apenas “agarraban” dos (o tres) canales, gringos creo recordar. Uno de ellos, que aún me parece un ejemplo fascinante, sólo pasaba anuncios, las cinco o seis horas que se lograba sintonizar. Anuncios de productos que se vendían en lugares como Amarillo, Texas, y que era imposible comprar desde acá. Y que, sin embargo, eran atendidos.
La abuela de unos amigos de la primaria, por ejemplo, se sentaba cada tarde a tomar nota de cosas que aparecían en esa barra sin fin y luego se las solicitaba a un hijo suyo que vivía en San Fernando, California. Objetos inexplicables como rodillos para aplanar la ropa, estructuras para guardar la manguera, porta-focos y un lavador de guantes. Ignoro si el hijo correspondió a los ruegos de su madrecita y la proveyó de todas esas cosas pero el dato no es menor: incluso el canal más absurdo y poco útil del mundo tiene sus seguidores.
Las parabólicas cedieron el paso a los sistemas de cable y tuvieron una especie de renacimiento en los sistemas de televisión por satélite que ahora les disputan el mercado. Hoy existe un menú de canales preestablecido, que en teoría abarcan todos los “nichos” posibles, de los programas infantiles y deportivos a las películas tres equis con agravantes. Y su alcance en cuanto a suscriptores es tal que ya pocos se darán el taco que se daban aquellos viejos vecinos al atornillar el plato parabólico a sus tejados. Antes no era así.
Tengo el recuerdo, quizá falseado pero vívido, de que las viejas antenas captaban estaciones rarísimas y que incluso, en un principio, no era sencillo establecer la programación disponible y ni siquiera saber si podría darse dos veces con el mismo canal. Se veía medio a ciegas, como una vía de escape a la imbecilidad de la televisión nacional, pero que no siempre llevaba a buen puerto. Eran, esas antenas, una apuesta, una ruleta. No se les extraña pero no dejan de ser otra de tantas cosas que perdimos.
El enorme plato cóncavo (supongo que de asbesto, pero no soy experto en la materia) fue empotrado a la estructura del techo de su casa. Cuando unos vientos huracanados cayeron sobre la ciudad, casi como un castigo divino a su arrogancia, la antena se vino abajo con un buen pedazo de tejado y provocó el colapso de un trozo del pasillo del segundo piso de la vivienda. Menos mal que los vecinos estaban, con todo e hijos, en la sala de televisión de la primera planta y no hubo daños corporales que lamentar. Todavía recuerdo al patriarca de la familia, en pantuflas y pants deportivos, con las manos en la cabeza, a media calle, observando su castillo de naipes electrónico. Sus hijos, con los ojos como platos, se abrazaban entre sí. La madre de la familia, en bata, lloraba.
Otros vecinos, a la vuelta, tenían una de esas pequeñas antenas conocidas como “ratonas” (porque se robaban señales sin estar abonadas a ningún servicio). Esas no se caían tan fácilmente como sus hermanas mayores. A cambio, tampoco es que sirvieran de mucho: apenas “agarraban” dos (o tres) canales, gringos creo recordar. Uno de ellos, que aún me parece un ejemplo fascinante, sólo pasaba anuncios, las cinco o seis horas que se lograba sintonizar. Anuncios de productos que se vendían en lugares como Amarillo, Texas, y que era imposible comprar desde acá. Y que, sin embargo, eran atendidos.
La abuela de unos amigos de la primaria, por ejemplo, se sentaba cada tarde a tomar nota de cosas que aparecían en esa barra sin fin y luego se las solicitaba a un hijo suyo que vivía en San Fernando, California. Objetos inexplicables como rodillos para aplanar la ropa, estructuras para guardar la manguera, porta-focos y un lavador de guantes. Ignoro si el hijo correspondió a los ruegos de su madrecita y la proveyó de todas esas cosas pero el dato no es menor: incluso el canal más absurdo y poco útil del mundo tiene sus seguidores.
Las parabólicas cedieron el paso a los sistemas de cable y tuvieron una especie de renacimiento en los sistemas de televisión por satélite que ahora les disputan el mercado. Hoy existe un menú de canales preestablecido, que en teoría abarcan todos los “nichos” posibles, de los programas infantiles y deportivos a las películas tres equis con agravantes. Y su alcance en cuanto a suscriptores es tal que ya pocos se darán el taco que se daban aquellos viejos vecinos al atornillar el plato parabólico a sus tejados. Antes no era así.
Tengo el recuerdo, quizá falseado pero vívido, de que las viejas antenas captaban estaciones rarísimas y que incluso, en un principio, no era sencillo establecer la programación disponible y ni siquiera saber si podría darse dos veces con el mismo canal. Se veía medio a ciegas, como una vía de escape a la imbecilidad de la televisión nacional, pero que no siempre llevaba a buen puerto. Eran, esas antenas, una apuesta, una ruleta. No se les extraña pero no dejan de ser otra de tantas cosas que perdimos.