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¿Alianzas antinaturales?
Durante 2016, 12 gubernaturas y 985 alcaldías se ponen en juego
GUADALAJARA, JALISCO (03/ENE/2016).- Las coaliciones entre partidos de derecha y de izquierda no son tan raras como se suele pensar. El agua y el aceite se han podido poner de acuerdo en Alemania —hoy gobiernan juntos—, no pocas veces en Francia, en las elecciones regionales de hace un mes, y hasta en países latinoamericanos como Chile. En algunas ocasiones, el incentivo para pactar fue obtener un bien mayor, como la democracia. En otros escenarios, simplemente se acordó con base en la “gobernabilidad y la estabilidad”, o para impedir que partidos radicales tomaran el poder. Es cierto, esta clase de acuerdos son mejor vistos en países de tradición pactista y negociadora, como Holanda y Alemania, y son vistos como auténticas traiciones en países de tradición latina como México, Argentina o España. La traición a los principios puede ser considerada una virtud política, siempre y cuando vea por un interés superior.
En el caso de México, las alianzas entre panistas y perredistas suscitan opiniones de todo tipo. Desde quien las ve como una simple y llana coalición electoral, una estrategia para desbancar al PRI sin tener nada nuevo que ofrecer. Otros la ven como el sinónimo más exacto de la decadencia del partidismo en México, se deriva a vender sus ideales por conseguir más asientos de poder. Y, no falta quienes la ven como la única forma de traer la democracia a enclaves dominados por el autoritarismo del aún vivito y coleando viejo régimen. Seguramente, las coaliciones entre azules y amarillos tienen un poco de todo eso. Pragmatismo, sí. Decadencia y debilidad de los partidos de oposición, también. Y afán democratizador, por qué no. Sin embargo, más allá de las razones que empujan a panistas y a perredistas a optar por candidaturas comunes en muchos estados y municipios, la pregunta sigue en el aire: ¿Se vale que el agua y el aceite pacten coaliciones electorales que limitan el margen de decisión de los ciudadanos? ¿Es justificable disolver a la derecha y a la izquierda en una sola opción con el único objetivo de evitar que el PRI gobierne?
Teóricamente, el sistema de partidos tiene dos funciones: representar y gobernar. Los equilibrios entre una y otra, dependen del modelo electoral del país —si favorece las mayorías o si tiende a la proporcionalidad—, de las barreras de entrada al sistema y de muchos elementos más. Sin embargo, no hay sistema que pueda vivir o de pura gobernabilidad o de pura representatividad. El primero caería rápidamente en la ilegitimidad, mientras que el segundo caería aceleradamente en la fragmentación y el desgobierno. Por lo tanto, los sistemas de partidos, y electorales, se mueven en esta dicotomía entre ser los portavoces de la diversidad de opiniones de la ciudad, pero sin olvidar que para tomar decisiones, las mayorías son indispensables.
Por lo tanto, hablando exclusivamente de la representatividad, que se una la izquierda y la derecha en una sola candidatura, nunca será una buena idea. Disuelve en un solo polo un sinnúmero de opiniones sociales que se quedan sin representación. Si se apuesta por un perredista como candidato a la gubernatura, un ciudadano de convicciones conservadoras no tendría posibilidad de sentir representación en el candidato que le presenta el partido de toda su vida. De la misma forma, si quien encabeza es un panista, ese militante perredista de convicciones de izquierda, ¿se sentiría representado? Claro que no. Que la izquierda y la derecha pacten una candidatura común tiene efectos nocivos sobre lo que pueden ofrecer los partidos políticos al electorado, desvanece las diferencias ideológicas y empuja la discusión hacia el plano del pragmatismo.
Un problema así podría ser resuelto con un programa de coalición claro y abierto. Panistas y perredistas podrían ponerse de acuerdo para impulsar proyectos como la revalorización del salario, profundizar la libertad de expresión o ampliar las figuras de participación de los ciudadanos en las decisiones gubernamentales, dejando de lado los asuntos polémicos que dividen a los dos: aborto, matrimonio homosexual o las políticas de combate a la pobreza. Es decir, pedirle a los ciudadanos que sacrifiquen parte de su ideario político, en aras de acordar con quienes se encuentran en las antípodas ideológicas, podría ser un negocio aceptable para el ciudadano. Sin embargo, para ello, la negociación tendría que ser radicalmente distinta.
Un segundo efecto negativo de estas coaliciones entre el PAN y el PRD, es precisamente la forma en que se negocian; es decir, cómo se llega al acuerdo de coalición. ¿Supimos alguna vez lo que negociaron panistas y perredistas cuando se coaligaron en Tlajomulco o en Tlaquepaque? ¿Por qué se aliaron ahí y no en otros lugares? ¿Qué políticas públicas, aparte de repartirse los asientos, van a implementar en caso de ganar? Con la habitual discrecionalidad de nuestra clase política, es difícil que podamos pensar en coaliciones que privilegien el programa y las políticas públicas, sobre las nóminas y los espacios de decisión.
En otros países, incluso las coaliciones entre adversarios, anteponen el programa político al reparto de puestos. En Alemania, por ejemplo, el Partido Socialdemócrata le puso una serie de condiciones muy claras a Angela Merkel para poder pactar. Desde impulsar una política migratoria menos restringida, hasta un aumento de impuestos a los más ricos, o bajar la edad de jubilación. Condiciones que enfrentaron a Merkel con el núcleo duro de sus electorales conservadores. Y, sin embargo, al final el acuerdo le ha permitido a Alemania enfrentar sin fisuras políticas problemas de la envergadura del terrorismo o incluso la crisis de los refugiados sirios. La credibilidad de una coalición entre distintos, en una democracia, siempre tiene que ir aparejada de un bien mayor. En el caso del PAN y el PRD, la “venta de la democracia” ya convence a pocos.
La justificación, durante más de 15 años de alianzas entre panistas y perredistas, ha sido precisamente la ampliación de la democracia en enclaves autoritarios en donde el PRI no ha podido ser desbancado del poder. No olvidemos aquella frase de Carlos Castillo Peraza: primero pintemos la casa de la democracia, y luego decidamos de qué color. La aspiración es noble, y casi irrebatible. Sin embargo, contiene algunas falacias que quedan al desnudo cuando profundizamos en el argumento. Pregunto: ¿es posible ganar democráticamente en espacios no democráticos? Es decir, mientras el régimen mexicano vivía sus momentos de mayor apogeo, ¿era posible ganarle al PRI en las urnas? Usted imagine, si en 1976 el PAN hubiera optado por postular un candidato y no el abstencionismo, aún aliado con todos los satélites que pululaban al costado del PRI, ¿Había alguna posibilidad de ganarle al tricolor en las urnas? Por supuesto que ninguna, era una dictadura; no olvidemos 1988.
No dudo que en la Oaxaca de Ulises Ruiz o en la Puebla de Mario Marín, la maquinaria del poder priista estuviera más aceitada que en otros estados con alternancias. Incluso, creo que el PRI, para mantener el poder en estos estados, estuviera más dispuesto a violar las leyes con mayor ahínco que en otras entidades en donde la autonomía del árbitro electoral es mayor o los medios de comunicación fiscalizan con mayor eficiencia y libertad a los poderes públicos. Sin embargo, el hecho de que se le pueda ganar al gobernador en las urnas, es un indicativo de que al menos la dimensión electoral de la democracia más o menos funciona en estos estados.
Y en segundo lugar, ¿realmente los candidatos que proponen PAN y PRD son símbolos de la democratización y de la ampliación de las libertades ciudadanas? Tampoco. PAN y PRD suelen proponer a candidatos que no logran acomodo en el PRI, no olvidemos a Malova en Sinaloa, a un panalista como Rafael Moreno Valle o la alianza de facto entre el PRD y el PRI que llevó al ex priista, Ángel Aguirre a ser el gobernador de Guerrero. Otra cosa sería si panistas y perredistas se pusieran de acuerdo para llevar a verdaderos demócratas al poder, con una altura moral a prueba de cualquier escrutinio. A personas comprometidas con los derechos humanos, encabezando las candidaturas a las gubernaturas o a las alcaldías. La construcción de la casa democrática en México, como argumento para justificar los pactos electorales entre la derecha y la izquierda, es dificilmente sostenible tanto en la teoría como en la práctica. Incluso, el acuerdo entre PAN y PRD se cocina en estados que eran bastiones de uno y de otro, como fue Jalisco en 2015-en donde se coaligaron en decenas de municipios- y ahora en Zacatecas donde la izquierda gobernó más de una década.
Los acuerdos entre la izquierda y la derecha son antinaturales en condiciones normales. Una democracia sana debe tener opciones para quienes entienden la sociedad de determinada manera, y para quienes difieren por completo de dicha forma de entender las cosas. Este hecho no quita que en ciertos contextos, las coaliciones del agua y del aceite no son sólo entendibles, sino también deseables. Sacar a Pinochet en referéndum; la segunda guerra mundial en Reino Unido, evitar que gobierne un partido xenófobo como el Frente Nacional en Francia. En el caso de México, nada así sucede. Las alianzas entre el PAN y el PRD son sólo el reflejo de la debilidad endémica de ambos partidos, de su incapacidad para emocionar y seducir a los electorados, y su lamentable deriva hacia la pérdida de la ideología que los caracterizaba. Otra cosa sería, si la coalición tuviera un programa por delante, una agenda clara de principios y un personaje de peso moral que encabezara la candidatura común. Sin embargo, tal como están ahora, las alianzas entre el PAN y el PRD es sólo un “quítate tú para sentarme yo”, un gatopardismo que resulta inaceptable.
En el caso de México, las alianzas entre panistas y perredistas suscitan opiniones de todo tipo. Desde quien las ve como una simple y llana coalición electoral, una estrategia para desbancar al PRI sin tener nada nuevo que ofrecer. Otros la ven como el sinónimo más exacto de la decadencia del partidismo en México, se deriva a vender sus ideales por conseguir más asientos de poder. Y, no falta quienes la ven como la única forma de traer la democracia a enclaves dominados por el autoritarismo del aún vivito y coleando viejo régimen. Seguramente, las coaliciones entre azules y amarillos tienen un poco de todo eso. Pragmatismo, sí. Decadencia y debilidad de los partidos de oposición, también. Y afán democratizador, por qué no. Sin embargo, más allá de las razones que empujan a panistas y a perredistas a optar por candidaturas comunes en muchos estados y municipios, la pregunta sigue en el aire: ¿Se vale que el agua y el aceite pacten coaliciones electorales que limitan el margen de decisión de los ciudadanos? ¿Es justificable disolver a la derecha y a la izquierda en una sola opción con el único objetivo de evitar que el PRI gobierne?
Teóricamente, el sistema de partidos tiene dos funciones: representar y gobernar. Los equilibrios entre una y otra, dependen del modelo electoral del país —si favorece las mayorías o si tiende a la proporcionalidad—, de las barreras de entrada al sistema y de muchos elementos más. Sin embargo, no hay sistema que pueda vivir o de pura gobernabilidad o de pura representatividad. El primero caería rápidamente en la ilegitimidad, mientras que el segundo caería aceleradamente en la fragmentación y el desgobierno. Por lo tanto, los sistemas de partidos, y electorales, se mueven en esta dicotomía entre ser los portavoces de la diversidad de opiniones de la ciudad, pero sin olvidar que para tomar decisiones, las mayorías son indispensables.
Por lo tanto, hablando exclusivamente de la representatividad, que se una la izquierda y la derecha en una sola candidatura, nunca será una buena idea. Disuelve en un solo polo un sinnúmero de opiniones sociales que se quedan sin representación. Si se apuesta por un perredista como candidato a la gubernatura, un ciudadano de convicciones conservadoras no tendría posibilidad de sentir representación en el candidato que le presenta el partido de toda su vida. De la misma forma, si quien encabeza es un panista, ese militante perredista de convicciones de izquierda, ¿se sentiría representado? Claro que no. Que la izquierda y la derecha pacten una candidatura común tiene efectos nocivos sobre lo que pueden ofrecer los partidos políticos al electorado, desvanece las diferencias ideológicas y empuja la discusión hacia el plano del pragmatismo.
Un problema así podría ser resuelto con un programa de coalición claro y abierto. Panistas y perredistas podrían ponerse de acuerdo para impulsar proyectos como la revalorización del salario, profundizar la libertad de expresión o ampliar las figuras de participación de los ciudadanos en las decisiones gubernamentales, dejando de lado los asuntos polémicos que dividen a los dos: aborto, matrimonio homosexual o las políticas de combate a la pobreza. Es decir, pedirle a los ciudadanos que sacrifiquen parte de su ideario político, en aras de acordar con quienes se encuentran en las antípodas ideológicas, podría ser un negocio aceptable para el ciudadano. Sin embargo, para ello, la negociación tendría que ser radicalmente distinta.
Un segundo efecto negativo de estas coaliciones entre el PAN y el PRD, es precisamente la forma en que se negocian; es decir, cómo se llega al acuerdo de coalición. ¿Supimos alguna vez lo que negociaron panistas y perredistas cuando se coaligaron en Tlajomulco o en Tlaquepaque? ¿Por qué se aliaron ahí y no en otros lugares? ¿Qué políticas públicas, aparte de repartirse los asientos, van a implementar en caso de ganar? Con la habitual discrecionalidad de nuestra clase política, es difícil que podamos pensar en coaliciones que privilegien el programa y las políticas públicas, sobre las nóminas y los espacios de decisión.
En otros países, incluso las coaliciones entre adversarios, anteponen el programa político al reparto de puestos. En Alemania, por ejemplo, el Partido Socialdemócrata le puso una serie de condiciones muy claras a Angela Merkel para poder pactar. Desde impulsar una política migratoria menos restringida, hasta un aumento de impuestos a los más ricos, o bajar la edad de jubilación. Condiciones que enfrentaron a Merkel con el núcleo duro de sus electorales conservadores. Y, sin embargo, al final el acuerdo le ha permitido a Alemania enfrentar sin fisuras políticas problemas de la envergadura del terrorismo o incluso la crisis de los refugiados sirios. La credibilidad de una coalición entre distintos, en una democracia, siempre tiene que ir aparejada de un bien mayor. En el caso del PAN y el PRD, la “venta de la democracia” ya convence a pocos.
La justificación, durante más de 15 años de alianzas entre panistas y perredistas, ha sido precisamente la ampliación de la democracia en enclaves autoritarios en donde el PRI no ha podido ser desbancado del poder. No olvidemos aquella frase de Carlos Castillo Peraza: primero pintemos la casa de la democracia, y luego decidamos de qué color. La aspiración es noble, y casi irrebatible. Sin embargo, contiene algunas falacias que quedan al desnudo cuando profundizamos en el argumento. Pregunto: ¿es posible ganar democráticamente en espacios no democráticos? Es decir, mientras el régimen mexicano vivía sus momentos de mayor apogeo, ¿era posible ganarle al PRI en las urnas? Usted imagine, si en 1976 el PAN hubiera optado por postular un candidato y no el abstencionismo, aún aliado con todos los satélites que pululaban al costado del PRI, ¿Había alguna posibilidad de ganarle al tricolor en las urnas? Por supuesto que ninguna, era una dictadura; no olvidemos 1988.
No dudo que en la Oaxaca de Ulises Ruiz o en la Puebla de Mario Marín, la maquinaria del poder priista estuviera más aceitada que en otros estados con alternancias. Incluso, creo que el PRI, para mantener el poder en estos estados, estuviera más dispuesto a violar las leyes con mayor ahínco que en otras entidades en donde la autonomía del árbitro electoral es mayor o los medios de comunicación fiscalizan con mayor eficiencia y libertad a los poderes públicos. Sin embargo, el hecho de que se le pueda ganar al gobernador en las urnas, es un indicativo de que al menos la dimensión electoral de la democracia más o menos funciona en estos estados.
Y en segundo lugar, ¿realmente los candidatos que proponen PAN y PRD son símbolos de la democratización y de la ampliación de las libertades ciudadanas? Tampoco. PAN y PRD suelen proponer a candidatos que no logran acomodo en el PRI, no olvidemos a Malova en Sinaloa, a un panalista como Rafael Moreno Valle o la alianza de facto entre el PRD y el PRI que llevó al ex priista, Ángel Aguirre a ser el gobernador de Guerrero. Otra cosa sería si panistas y perredistas se pusieran de acuerdo para llevar a verdaderos demócratas al poder, con una altura moral a prueba de cualquier escrutinio. A personas comprometidas con los derechos humanos, encabezando las candidaturas a las gubernaturas o a las alcaldías. La construcción de la casa democrática en México, como argumento para justificar los pactos electorales entre la derecha y la izquierda, es dificilmente sostenible tanto en la teoría como en la práctica. Incluso, el acuerdo entre PAN y PRD se cocina en estados que eran bastiones de uno y de otro, como fue Jalisco en 2015-en donde se coaligaron en decenas de municipios- y ahora en Zacatecas donde la izquierda gobernó más de una década.
Los acuerdos entre la izquierda y la derecha son antinaturales en condiciones normales. Una democracia sana debe tener opciones para quienes entienden la sociedad de determinada manera, y para quienes difieren por completo de dicha forma de entender las cosas. Este hecho no quita que en ciertos contextos, las coaliciones del agua y del aceite no son sólo entendibles, sino también deseables. Sacar a Pinochet en referéndum; la segunda guerra mundial en Reino Unido, evitar que gobierne un partido xenófobo como el Frente Nacional en Francia. En el caso de México, nada así sucede. Las alianzas entre el PAN y el PRD son sólo el reflejo de la debilidad endémica de ambos partidos, de su incapacidad para emocionar y seducir a los electorados, y su lamentable deriva hacia la pérdida de la ideología que los caracterizaba. Otra cosa sería, si la coalición tuviera un programa por delante, una agenda clara de principios y un personaje de peso moral que encabezara la candidatura común. Sin embargo, tal como están ahora, las alianzas entre el PAN y el PRD es sólo un “quítate tú para sentarme yo”, un gatopardismo que resulta inaceptable.