En Juanacatlán siembran un bosque que sobreviva al fin del mundo
En el terreno de cuatro mil metros cuadrados se busca crear un nuevo pulmón natural para la zona
Enrique Encizo Rivera mueve ramas pequeñas y se abre paso entre 1200 árboles que miden menos de dos metros. Reconoce la especie de cada uno, sus virtudes, sus cuidados y siembra algunos en memoria de amigos fallecidos. “¡Mira ese mezquite, qué chulo! Es el que les dará comida a los otros”, dice sobre un árbol espinoso que mejora el suelo gracias a sus raíces profundas que previenen la erosión y fijan nitrógeno, nutriente esencial para las plantas.
Todos esos árboles le dan forma a El bosque del fin del mundo, un proyecto que fue creado por iniciativa de Enrique y que hasta ahora consiste en un terreno de 4000 metros cuadrados plantados con 44 especies de árboles endémicos de Juanacatlán y El Salto, Jalisco.
El bosque está dentro del Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (Conalep), sede Juanacatlán. Los directivos permitieron que se creara ahí para que los estudiantes se apropien del proyecto que en su nombre lleva sus características.
“Lo nombramos así porque queremos hacer un bosque a partir de la idea de cómo se va a recuperar la naturaleza cuando los humanos ya no existan. Y cómo avanzan las cosas, creemos que será de manera desordenada, con especies nativas, en unos espacios habrá puños de árboles, en otros habrá claros y habrá algunos caminos para los animales”, cuenta Enrique.
En el bosque prevalece el desorden, pero basta observar con detenimiento o colocarse en el lugar adecuado para identificar secciones o patrones. En una parte sembraron muchos nopales y a unos metros e incluso intercalados hay magueyes pulqueros y pitayos, como si hubiera un fragmento de desierto entre tanto verde. Hacia el fondo aparecen árboles ordenados en círculos y Enrique dice, entre broma y no, que es para que los estudiantes mediten ahí.
Desde febrero, diversas personas se han unido para acondicionar el terreno y plantar árboles. Entre ellas se encuentran los integrantes del colectivo Un Salto de Vida -al que pertenece Enrique y que lleva 20 años en la defensa territorial-, estudiantes del Conalep, habitantes de El Salto y Juanacatlán, y miembros del Observatorio sobre Conflictos Socioambientales y Defensa de Activistas de la Universidad de Guadalajara.
Este día no es la excepción
Cuando llegamos, Enrique da indicaciones sobre lo que hay que hacer. Todos cuentan con que el día anterior llovió y siguen las instrucciones sin titubear: unos quitan plantas no endémicas, otros luchan contra el suelo que, aunque mojado, sigue duro para hacer hoyos; algunos plantan jamaicas y otros colocan tutores, pequeños palitos para que los árboles crezcan rectos.
La mayoría de los árboles están plantados muy cerca unos de otros. Enrique explica que esto se debe a que usa el método Miyawaki del botánico japonés Akira Miyawaki. Esta técnica imita la regeneración natural de los bosques nativos y una de sus características es plantar muy juntitos los árboles para fomentar su crecimiento vertical.
El objetivo de utilizar este método es que el bosque llegue a tener las proporciones y características de uno de 100 años. “Quería que este espacio fuera un pulmón para el pueblo y para que fuera un pulmón se necesita muchísimo oxígeno. Y la idea también es que logre aminorar el calor”, comenta Enrique.
Enrique tiene 67 años, ha vivido toda su vida en El Salto y ha dedicado la mitad de ella a denunciar la contaminación de la región. Desea crear ese pulmón verde, en parte, porque el terreno está a menos de un kilómetro del río Santiago, uno de los cuerpos de agua más contaminados de México por la descarga de desechos tóxicos de fábricas. Sus conocimientos sobre plantas vienen de los recorridos que hacía desde niño por los cerros cercanos y de lo que le enseñaron sus padres, leñadores y carboneros.
“Los árboles comen los humos tóxicos de los carros y exhalan oxígeno. También dicen los estudiosos que hacen que lleguen las nubes. Y si esos árboles logran atravesar el material duro que está en el suelo y encuentran el agua, son como una superbomba que saca el agua hacia arriba. Los árboles sanan, por ende, plantar árboles es muy valioso”, comenta.
Los árboles de ese nuevo bosque provienen de semillas que el colectivo Un Salto de Vida recoge en los cerros cercanos y el bosque de Juanacatlán. Estas semillas crecen en el vivero comunitario “Juan Rivera” en El Salto, cuyo nombre es en honor a un defensor territorial del municipio, antes de ser trasladadas al Conalep.
Enrique dice que entre todos ya plantaron entre el 10 y 15% de los árboles que quieren tener en el terreno. Para que sea un bosque que pueda sobrevivir incluso más allá de la desaparición de las personas, los primeros tres años necesita mucho cuidado. Por eso, mínimo cada dos semanas, quitan las hierbas que no son locales y riegan los árboles. “A los tres años, cuando ya logren agarrarse, ellos van a conservar la humedad y van a resistir la sequía. Ese es el gran trabajo: lograr que se afiancen, por eso es necesario monitorearlos”, explica.
Un bosque lleno de vida
En El bosque del fin del mundo, Sofía Enciso González, integrante de Un Salto de Vida e hija de Enrique, se agacha junto a una de las ocho camas de hortalizas que crecen entre los árboles.
Allí repone las plantas de jamaica que conejos visitantes se comieron hace unos días. Meses atrás, la joven activista dio una charla sobre el origen de los alimentos a los estudiantes del Conalep y juntos decidieron colocar esos rectángulos de madera donde ahora crece betabel, lechuga, apio y hierbas aromáticas como orégano y tomillo, además de chiles.
“Por muchos años nosotros hemos denunciado la devastación causada por la contaminación ambiental, pero creemos que también tenemos que desarrollar alternativas o puntos que den esperanza, que den vida y permitan ver el territorio con amor. Se tiende mucho a darlo todo por perdido y creemos que, haciendo estos espacios vivos, se permite que la esperanza se ponga nuevamente en nuestro territorio”, opina Sofía.
Los hijos de Sofía también participan en la jornada. Su mamá les enseña a registrar lo que observan en la aplicación de iNaturalist, un proyecto que permite identificar y documentar animales y plantas. Juntos toman fotografías de gusanos quemadores, arañas, chapulines y grillos para dejar constancia de que estos insectos ya habitan el bosque. “Para mí es importante que ellos puedan identificar que hay otras vidas no humanas que requieren que permanezcan vivas estas áreas”, menciona la activista.
El Observatorio no solo apoya en la siembra de árboles, también documenta el avance del bosque. Héctor Castillo, estudiante de sociología, lidera la realización de un documental sobre el proyecto: ha grabado entrevistas, tomado imágenes con dron y escribe un artículo como parte de su titulación. Además, los integrantes del observatorio han impulsado talleres de cartografía ambiental con estudiantes y profesores para reflexionar sobre la contaminación y la crisis ecológica de la región.
José Carlos Rodríguez Toral, secretario técnico del observatorio, comenta que esperan que el bosque funcione como un proyecto piloto que pueda sistematizarse y replicarse en otros lugares, en especial en zonas degradadas como las que rodean al río Santiago.
“Esto lo hacemos con la idea de ir fabricando una respuesta. Cuando nuestros nietos nos pregunten qué hicimos por conservar la vida, sabremos qué contestar y ser un buen ancestro”, dice Enrique.
Del otro lado del terreno, uno de los hijos de su hija Sofía observa cómo un caracol recorre lentamente su dedo y una ranita arborícola salta cerca de él y cae sobre la reja donde esperan las semillas de roble que aún faltan por sembrar. Ahí, mientras todos arrancan hierbas y acomodan tutores en los árboles, ya crece El bosque del fin del mundo.