Deportes
* Pichón
Para que la Selección Mexicana perdiera el partido de hoy ante Jamaica, tendrían que coincidir una catástrofe con un milagro
Para que la Selección Mexicana perdiera el partido de hoy ante Jamaica, tendrían que coincidir una catástrofe con un milagro. La catástrofe consistiría en una actuación infame del “Tri”; el milagro, en una metamorfosis espectacular de los jamaiquinos (o jamaicanos, como se prefiera)...
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Si alguna oportunidad tenían los antillanos de hacer historia a costa de los mexicanos, esa perspectiva se frustró por obra y gracia de los elementos. El cambio de escenario, de Kingston al Estadio Azteca, representa una ventaja para los locales y un handicap significativo para los visitantes. Por más que cuiden el impacto que pueden tener la altura y la contaminación de la ciudad de México en el desempeño de sus jugadores, es obvio que a cualquiera le afecta enfrentarse a un adversario notoriamente superior, por cuanto proclama la historia... y mucho más si debe hacerlo en tierra extraña.
En todo caso, la única complicación que pudieran tener los dueños de la casa estribaría en que coincidieran un desempeño sobresaliente del aparato defensivo del rival, con una jornadas desastrosa, en que resplandezcan las atávicas limitaciones de los futbolistas mexicanos. En otras palabras, una jornada como las de la última fase de la malhadada “era” de Hugo Sánchez como timonel, en que se pasaba de la sospecha a la convicción de que no se le haría un gol ni al arco iris.
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Aunque aún no demuestra ser el mago que transforme al seleccionado mexicano en una aplanadora, la sola presencia de Sven-Goran Eriksson en el puente de mando ha aportado beneficios. Hasta donde se sabe, por lo que se vio en el partido contra Honduras y por lo que manifiestan los propios jugadores, el grupo está como se debe para una competencia seria: con las cuerdas tensas; con la convicción de que el fracaso en la eliminatoria para los recientes Juegos Olímpicos fue del género de los escandalosos y de la especie de los imperdonables, y con plena conciencia de que hay una sola manera de lavar aquella afrenta: resolviendo con solvencia la presente eliminatoria mundialista: una empresa en la que puede haber benevolencia si se pierden los partidos que la lógica marca como especialmente complicados —contra Estados Unidos u Honduras en calidad de visitantes, por ejemplo—... pero en la que hay que ganar, sin excusa ni pretexto, los que tienen que ganarse...
Como el de hoy, por ejemplo.
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Si alguna oportunidad tenían los antillanos de hacer historia a costa de los mexicanos, esa perspectiva se frustró por obra y gracia de los elementos. El cambio de escenario, de Kingston al Estadio Azteca, representa una ventaja para los locales y un handicap significativo para los visitantes. Por más que cuiden el impacto que pueden tener la altura y la contaminación de la ciudad de México en el desempeño de sus jugadores, es obvio que a cualquiera le afecta enfrentarse a un adversario notoriamente superior, por cuanto proclama la historia... y mucho más si debe hacerlo en tierra extraña.
En todo caso, la única complicación que pudieran tener los dueños de la casa estribaría en que coincidieran un desempeño sobresaliente del aparato defensivo del rival, con una jornadas desastrosa, en que resplandezcan las atávicas limitaciones de los futbolistas mexicanos. En otras palabras, una jornada como las de la última fase de la malhadada “era” de Hugo Sánchez como timonel, en que se pasaba de la sospecha a la convicción de que no se le haría un gol ni al arco iris.
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Aunque aún no demuestra ser el mago que transforme al seleccionado mexicano en una aplanadora, la sola presencia de Sven-Goran Eriksson en el puente de mando ha aportado beneficios. Hasta donde se sabe, por lo que se vio en el partido contra Honduras y por lo que manifiestan los propios jugadores, el grupo está como se debe para una competencia seria: con las cuerdas tensas; con la convicción de que el fracaso en la eliminatoria para los recientes Juegos Olímpicos fue del género de los escandalosos y de la especie de los imperdonables, y con plena conciencia de que hay una sola manera de lavar aquella afrenta: resolviendo con solvencia la presente eliminatoria mundialista: una empresa en la que puede haber benevolencia si se pierden los partidos que la lógica marca como especialmente complicados —contra Estados Unidos u Honduras en calidad de visitantes, por ejemplo—... pero en la que hay que ganar, sin excusa ni pretexto, los que tienen que ganarse...
Como el de hoy, por ejemplo.