GUADALAJARA, JALISCO (04/DIC/2016).- Iba a escribir un texto quejoso al respecto de lo difícil que es encontrar un jardinero que se presente cuando se compromete a hacerlo y que haga su trabajo como es debido, pero he recibido en los días últimos algunos mensajes diciendo que este espacio se está poniendo muy esnob desde que me mudé a Zapopan y quejarse del sector servicios no creo que ayude mucho a resolverlo. Por lo tanto, haré aquí una breve memoria sobre mis propios recuerdos como empleado informal, desatinado y bueno para nada.Mi primer empleo, que conseguí a los catorce años y que no describiré aquí, porque sería un tanto largo y complicado, implicaba que mis actividades se desenvolvieran en un rango que iba desde el manejo de químicos como el amoniaco y la acetona hasta la mensajería (es decir, lanzarse por los refrescos y lonches de mis compañeros).Tampoco excluían barrer y trapear. Yo era, pues, una mezcla de obrero y conserje. A la distancia, debo reconocer que aunque necesitaba el dinero y a pesar de que hice amigos y aprendí mucho, detestaba mi trabajo. No creo que a nadie en el Universo le guste barrer o mezclar químicos con una batidora como estilo de vida.Cuando los pagos comenzaron a dilatarse o suspenderse, mis aptitudes laborales lo resintieron de inmediato. ¿Que la paga semanal no era liquidada? Pues los lonches tardaban una hora más en llegar a las manos de sus solicitantes. ¿Que nos pedían comprensión porque el depósito no caía? Pues yo daba por sentado que eso me autorizaba a dejar de batir químicos y a sentarme a escuchar la radio.Una tarde, mientras esperábamos que nos pagaran lo adeudado, uno amigo y yo (los dos empleados más jóvenes de la oficina) nos pusimos a jugar con unas pistolas de agua que alguien había llevado para hacer una broma. Nos empapamos y empapamos también a todo aquel que se cruzó en nuestro camino en el edificio en el que se ubicaba el taller, incluyendo a los muy solemnes contadores de un despacho vecino, cuyo único pecado fue cruzar la línea de fuego (bueno, de agua) al salir del elevador. Eso, lo acepto, excede la mala atención de un jardinero. Es simple idiotez.Nos regañaron, claro, cuando los contadores exigieron una disculpa, y nos quitaron las pistolas de agua, pero como el pago no llegó (y acabaron liquidándonos todo lo adeudado mucho tiempo después, porque los retrasos siguieron acumulándose), encima nos sentimos víctimas. Justo antes de que aquella empresa desapareciera para siempre, uno de los jefes me pidió dejar impecables unas ventanas. Tomé unos periódicos y agua con jabón. La ventanas quedaron perfectas, sí, luego de seis horas de trabajo a paso de tortuga para hacer algo que debió llevar diez minutos. Ese día me di cuenta de que era, quizá, el peor empleado que había existido sobre la faz de aquel edificio tan industrioso.¿Cómo es que dejé de dar aquellos vergonzosos espectáculos y me convertí en un trabajador más o menos decoroso? Porque en 1999, por causas que tampoco viene al caso referir aquí, comencé a trabajar en la redacción de un periódico, empleo que, pese a los inconvenientes que representa, me enamoró desde el primer día y consiguió incluso que me excediera de mis horarios con tal de redondear mis proyectos.Dicen los mensajitos de autosuperación que el mejor método para no trabajar es hacerlo en lo que a uno le gusta, porque entonces se apasiona se olvida de los pretextos. Me temo que esta vez los mensajitos (sí, esos horrorosos, con puestas de sol o amaneceres de fondo) tienen la razón.