Lunes, 06 de Mayo 2024
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Recordando a Adalberto Navarro

El escritor, poeta y maestro jalisciense fue fundador de la revista 'ET CAETERA'

Por: EL INFORMADOR

Gustaba de citar frecuentemente autores con quienes había hecho una conexión. EL INFORMADOR / ARCHIVO

Gustaba de citar frecuentemente autores con quienes había hecho una conexión. EL INFORMADOR / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (03/JUL/2016).- Era un orgullo tener un profesor que había ganado el premio Jalisco en Letras. Que al dar su clase citara comentarios que le habían hecho de viva voz famosos escritores. Y sin embargo, está intacto en mi recuerdo aquél hombre que cada tarde llegaba a pie a darnos clase, cruzando las amplias explanadas de la facultad a veces acompañado de su querida María Luisa Hidalgo (compañera en “ El Sueño”) y pasaba frente al enorme auditorio que hoy lleva su nombre. Nunca llegó tarde, a pesar de no tener auto, ni faltó a dar clase.

Tenía, además de ese galardón, otros muchos como haber obtenido la medalla José María Vigil y ser miembro activo de la Academia Mexicana de la Lengua. Había dirigido y colaborado en varias revistas literarias importantes al lado de personajes como Juan José Arreola, Antonio Alatorre y José Cornejo Franco. Fundó la revista “Et Caetera”, que tuvo tres temporadas a lo largo de 40 años con excelentes colaboradores, y que, bajo la escrupulosa dirección de Navarro Sánchez como editor llegó a consolidarse como la revista literaria de más calidad de su época y obtuvo en 1970 la medalla y diploma al mérito que le otorgó El Instituto de Arte de la Ciudad de México.

Nada de eso lo envaneció. Decía que el erudito se encierra en sí mismo, guarda, no comparte, que él prefería no serlo, sino ser solo un maestro, porque creía en que al transmitir el conocimiento, el poeta o literato a su vez aprendía más.

No obstante esta sencillez y humildad, era también un bon vivant, que además de sus dos amores, que eran la literatura y la enseñanza, tenía otras debilidades como la buena mesa, los buenos vinos y los buenos libros. Los libros, además de su contenido. El libro como objeto de culto, le fascinaba. Las finas encuadernaciones y las rarezas literarias eran su debilidad.

También gustaba de vestir con elegancia. Usaba a diario traje y corbata, y sus camisas con mancuernillas las compraba, al igual que sus zapatos, en Europa. Fuera de esto, era un hombre profundamente introspectivo. En su juventud cursó estudios en el Seminario conciliar de Guadalajara que lo marcarían para siempre.

Tanto en su obra como en su vida personal. Era muy generoso, no sólo con el conocimiento, también apoyaba a jóvenes escritores. Su amplia y bien cuidada biblioteca estaba a disposición de quien se lo solicitara. Gustaba de recibir en su casa en tertulias donde decía saldría la inspiración para “torcerle el cuello al cisne” y sonreía evocando a los modernistas.

Gustaba de citar frecuentemente autores con quienes había hecho una conexión. Con mucha frecuencia Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. Pero estaba al tanto de las nuevas tendencias y en todas encontraba algún eco a su vena poética. Estaba embelesado con los ritmos que conseguía Poe en inglés o la musicalidad de Baudelaire en la poesía francesa. Era un espíritu ecléctico.

Nacido en San Juan de los Lagos en 1918, un día del Libro (que entonces no era tal), tuvo de chiquillo un accidente que lo hizo atisbar el otro mundo, y me confió un día que, desde entonces, lejos de temer la muerte, la esperaba. Tal vez por eso no escribía Elegías. Escribía “No Elegías” a la muerte de sus amigos. Alegría por Thomas Merton, por ejemplo, que era uno de sus poemas consentidos. A Agustín Yáñez le escribió la No Elegía a la cual pertenece la siguiente estrofa:
                           
Agustín Yáñez (in memoriam)

Dueño de la palabra y de su nombre, navegó al cobijo de los signos:

blancura inmemorial que en su pureza

recogiera las linfas de su vaso;

y ya de acero el adjetivo justo

contrastaba el amor a la violencia,

la alegría del minuto a la tristeza,

benévola confianza que en el alma

de sus amigos todos dejaría

sombra y frescura de su enredadera.

Por cronología y afinidad de contenidos de su producción literaria, el maestro Adalberto podría situarse en el grupo Contemporáneos. La pauta decisiva para que así hubiese sido de facto, era que emigrara como muchos lo hicieron a la Ciudad de México. A  la pretenciosa “capital” donde ebullía la crema y nata de la intelectualidad mexicana. Pero como dijo otro profesor de la facultad en aquél tiempo, Francisco Ayón Zéster; “Hay en él y en esa tranquila Guadalajara por la que suspiramos,  un matrimonio indisoluble. Está inmerso este  hombre en la vida de la urbe, y la vida de ella, no se entiende sin su presencia”.

Hombre sin prisas, amaba la Guadalajara más amable en la que le tocó vivir, donde conocía cafés y recovecos que atestiguaron muchas charlas y tertulias literarias con amigos y alumnos. A esta ciudad que amaba también le cantó con su poesía. Como en el siguiente soneto:                                                    

Soneto a mi ciudad

Contigo estoy, eterno prisionero;

en ti mis ojos tienen celosía,

en ti mis manos hallan geometría

bajo el papel del sueño verdadero.

Eres para mis labios vertedero

de razón y canción, fisonomía

que no pierdes de noche ni de día,

cuerpo de amor en mi canción postrero.

Eres eterna realidad, paisaje

de color invadido, alucinante

nube para mi juego de absoluto.

En ti la arcilla es templo y es encaje

de palomas y cielo a cada instante,

de primavera y río, de flor y fruto.

En 1984 el Ayuntamiento de Guadalajara le ofreció un homenaje por sus 50 años de poeta. Empezó a escribir desde los trece años. De él podríamos decir también como él dijo de Yáñez: que “navegó al cobijo de los signos”.

Murió un 4 de julio de 1987. En este aniversario luctuoso, quiero recordarlo como el gran maestro que fue y alegrarme como él lo hacía por sus amigos.

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