Sábado, 11 de Mayo 2024
Suplementos | A una cuadra del Estadio Jalisco, donde hoy hay edificios, había muchos matorrales

Que 30 años no es nada…

En ese lugar, a una cuadra del Estadio Jalisco, donde hoy hay edificios, había muchos matorrales que se fueron comiendo las vacas año tras año

Por: EL INFORMADOR

Pasado. Así lucía el Estadio Jalisco en 1973, ahora a sus alrededores hay comercios y viviendas. ESPECIAL /

Pasado. Así lucía el Estadio Jalisco en 1973, ahora a sus alrededores hay comercios y viviendas. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (11/AGO/2013).- Hace 30 años, a una cuadra del Estadio Jalisco, había un establo. Habría unas 10 vacas y todas las tardes se formaba una fila de señoras que, ollas en mano, esperaban su turno para que les despacharan su leche. La esquina era la formada por las calles Siete Colinas y Monte Tabor. Aquella leche llegaba calientita aún a las casas. Y había que hervirla, “para que se le murieran todos los bichos, decía mi abuelita”. Recién salida de las ubres de las vacas, si se le dejaba enfriar, la leche formaba una capa en la superficie que —decía el señor del establo— era crema. La separábamos con una cuchara de madera y la íbamos juntando en un molde. Al cabo de una semana ya teníamos para untarle a los lonches. Luego de que hervía y se enfriaba, a la leche se le formaba una capa gruesa, muy gruesa encima: la nata. Nunca he vuelto a ver natas tan gruesas salir de la leche (entre otras cosas porque lo que hoy se vende es, prácticamente, agua, en comparación con aquella leche). También había que separar la nata, pues servía para elaborar muchos platillos, entre los más populares estaba un guisado que llevaba papa, jamón, chayote, crema y natas. Y mi preferido: ponerle las natas encima a una sema, una concha o un bísquet de los del “Niño Verde”.

Había otra razón para ir al establo por la leche: siempre te daban más de lo que pedías. Ese “pilón” crecía conforme crecía el pedido: si sólo querías un litro, te echaban un chorrito más; pero si pedías más de tres, casi te daban medio litro de más. O me tocaba ver cómo Don José le ponía plomo a su mano si a quien le despachaba era alguna muchacha con la que quería quedar bien. No dudo que más de una ocasión haya regalado la leche. Eso sí: la fiaba muy seguido.

Las vacas pastaban en un gran terreno que estaba ahí, media cuadra después de Monte Tabor, siguiendo por 7 Colinas, donde se acababa la calle y comenzaba un gran terreno. Hoy hay edificios, antes había muchos matorrales que se fueron comiendo las vacas año tras año. En ese mismo terreno, pero casi un kilómetro más adelante, llegaban los “cuereros” en sus camionetas. Venían de las tenerías cercanas, la mayoría de El Retiro. Bajaban sus cueros mojados y los clavaban en el suelo, es decir: en la tierra. Y ahí los dejaban, horas y horas, secándose al sol. Por la tarde volvían por ellos. Nadie los cuidaba porque nadie se los robaba, ¿para qué? Lo que sí es que algunos niños traviesos los desclavaban y entonces se secaban retorcidos, como cueritos de puerco, de esos que se come uno de botana con chile y limón. Los otros, los que quedaban clavados se conservaban estiraditos estiraditos.

Como las vacas del establo cercano pastaban por ahí, no faltaba alguna que confundiera el cuero secándose al sol con algún sano alimento que debía ser deglutido. Pero para eso estaba Don José, que a varazos las hacía entender que aquello no era para ellas, aunque lo pareciera porque estaban sobre el que sí era su alimento. Aquel era un paisaje de arbustos, huizaches y niños jugando entre tierra y olor a cuero mojado y estiércol.

Era mejor jugar fútbol sobre la calle pavimentada que entre vacas y cueros clavados al piso. No importaba que la calle estuviera de bajadita. Porque sí, eso no ha cambiado: sobre Monte Tabor, justo en la esquina de Itzacihuatl, comienza una pendiente que se agudiza pasando 7 Colinas y que no para hasta la Calzada Independencia.

¿Cómo jugábamos fútbol sobre la calle? Pues es que era raro que pasara algún coche y si pasaba nada más era cosa de gritar: “tapona” y todos se congelaban. La única ruta de camión que transitaba por ahí era la 42: Jorullo-Centro, un camión color café que pasaba con frecuencia aproximada de una hora.

Por años, la única tienda a la redonda fue la que estaba en Sierra Leona esquina Monte Tabor. Cuando por las mañanas salía de mi casa rumbo a la secundaria, entre seis y seis y media de la mañana, veía afuera de la tienda que ya habían dejado dos costales: uno con el virote Fleishman y otro con el salado. Y unas rejillas que contenían botellas de Leche San José. Y ahí permanecían más de una hora, a la intemperie, desde que los pasaban a dejar hasta que los de la tienda, ya pasaditas las siete de la mañana, levantaban la cortina de acero.

La modernidad llegó a aquella tienda el día que llevaron un armatoste parecido a una rockola: era una maquinita para jugar. Tuvo avioncitos de guerra, tuvo tetris, pero el hit fue Pacman. A mí me llegaron a salir ampollas de estar dale que dale con la palanca, evitando inútilmente que a Pacman se lo comieran los fantasmas.

Hoy, cuando por casualidad llego a escuchar aquella musiquita característica que acompañaba al juego, se me vienen a la mente la imagen de los costales con virotes, las botellas de leche San José y hasta llego a oler un tufo de los cueros secándose al sol y el estiércol.

david.izazaga@gmail.com

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