Jueves, 09 de Octubre 2025
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Piñatas

Hay un agujero en la vida de la mayoría de los habitantes en que uno deja de recibir regalos casi por completo

Por: EL INFORMADOR

Celebración. Ya sea una fiesta de niños o una fiesta entre adultos, encuentro muchas coincidencias entre ambas. NTX / ARCHIVO

Celebración. Ya sea una fiesta de niños o una fiesta entre adultos, encuentro muchas coincidencias entre ambas. NTX / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (31/JUL/2016).- Esta semana que concluye (aclaro que algunos sostienen que la semana inicia hoy, domingo, pero eso resulta tan deprimente que preferimos hacer como que empieza hasta el lunes) he asistido a dos cumpleaños muy diferentes en cierto sentido y bastante similares en otro. El primero, el de un chamaco que cumple cuatro años. El segundo, el de un amigo recién llegado a los cuarenta. En uno abundaron los caramelos y en el otro los antiácidos. Pero si dejamos de lado ese detalle específico, entre los festejos existieron notables vasos comunicantes que me apresuro a resaltar.

El nene de cuatro año fue cubierto de regalos por los padres de sus invitados (compañeritos del jardín de niños y el resto de mocosos del coto en donde tuvo lugar el festín): relucientes juguetes de toda clase, que completaron (o al menos hicieron avanzar) las colecciones de héroes y monstruos espaciales inauguradas en Navidad. El flamante cuarentón, por su lado, estrenó una batería color sangre, unos choclos de piel negros con agujetas amarillas y unos audífonos como para hacerse retumbar el hipotálamo con cada canción. Todo de marcas de las muy caras. Fueron menos regalos, lo suyos, pero es probable que haya gastado más en ellos que los padres de la piñata infantil en todo el guateque. Pero, en el fondo, el espíritu es el mismo: el exceso.

Hay un agujero en la vida de la mayoría de los habitantes de este país que pertenecemos a la clase media, entre la adolescencia y la madurez, en que uno deja de recibir regalos casi por completo. El día en que hermanitos o primitos menores se quedan con la parte del león en la familia, el día que los parientes comienzan a decir “no hay qué regalarle, porque nada le gusta”, el día en que los padres de los amigos dejan de comprarnos los regalos y los amigos aún no tienen dinero para hacerlo. Esa etapa puede durar toda la vida, si a uno le va mal. Pero en la existencia de algunos que alcanzan cierta consolidación económica, hay una luz al final del túnel. A eso de los cuarenta años, de pronto, uno revisa su cuenta corriente y se percata de que sí, sí le alcanza para esos zapatos, para ese vestido (con las mujeres pasa lo mismo y hemos de suponer que con los transgénero igual), para esa batería o motoneta o pantalla plana de ochenta pulgadas. Y antes de que los demonios del sentido común digan que no, que se espere, que ahorre para la vejez que se acerca con pasos de Usain Bolt, uno sale y se regala con una esplendidez que, cuando menos, compite con la de las fiestas de esos niños pequeños a los que todos nos sentimos obligados a obsequiar con algo, con lo que sea.

En fin: en la fiesta infantil hubo una cantidad inusitada de niños volviendo el estómago. La combinación de hotdog, fuente de chocolate, caramelos a decenas, algodón de azúcar, papitas con chile, elote con crema y pepino con limón, en cantidades industriales todo, parece haber sido la responsable. En la fiesta de los adultos pasó lo mismo, aunque los responsables allí fueron otros: la hielera eternamente repleta de cervezas, las quince botellas de tinto sudamericano y las cuatro o cinco de licores y destilados de reputadas marcas, además de tres cartones de cigarros.

Dudo que ninguno de esos niños y adultos hayan amanecido en sus cinco sentidos. De más de alguno, en ambos bandos, supe que debió dar incluso una visita al médico para que le recetaran medicamentos o, de menos, un suero. Y con todo, quién tuviera esos cuatro años. Y quién volviera a esos cuarenta.

Tapatío

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